Tras salir del pueblo, los hermanos Cortez avanzaron solo unos metros cuando comenzaron a escuchar llantos y gritos ahogados. Julio quiso ignorarlos, pero Pedro insistió en investigar.
Ocultos tras los árboles, vieron a diez niños y niñas elfos, llorando y asustados. Frente a ellos, tres humanos con armaduras de cuero y acero los vigilaban. Uno de ellos regañaba a los niños, exigiendo silencio.
—Jefe, ¿me deja usar a uno de los mocosos? Le prometo no dañarlo... mucho —murmuró uno de los mercenarios, con mirada enferma.
—Toma uno, pero que sea rápido. Eduart no debe verte o te matará —respondió su superior, un hombre con armadura más brillante y porte de mando.
—Gracias, jefe —contestó el primero, mientras arrastraba a una pequeña elfa detrás de unos arbustos.
Pedro apretó los puños, mirando a Julio con desesperación.
—Hermano... tenemos que ayudarlos —susurró con el rostro desencajado.
—¿Estás loco? No es nuestro problema. No sabemos qué tan fuertes son y... no tenemos armas —respondió Julio, tenso, intentando mantenerse en control.
—Julio, ¡son niños! Tú mismo me has dicho cuánto te arrepientes de tu pasado... Este es el momento para redimirte —dijo Pedro, colocando una mano en su hombro.
Julio lo miró, medio sonriendo.
—Hermano... ese corazón de pollo tuyo algún día nos va a matar —dijo en tono burlón—. Está bien. Pero vamos primero por el cerdo que se llevó a la niña.
Sigilosamente, se acercaron por los arbustos. El mercenario estaba obligando a la niña a acostarse en el suelo. Justo cuando bajaba su pantalón, Julio le clavó la navaja en el cuello, matándolo en silencio. Pedro corrió a cubrir la boca de la niña para evitar un grito.
—Shhh... no vamos a hacerte daño. Te voy a soltar, pero necesito que guardes silencio, ¿sí? —dijo Pedro con suavidad.
La niña asintió, y él la soltó.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Julio.
—Arid —respondió la pequeña.
—Bien, Arid. Escóndete por ahora. Vamos a ayudar a tus amigos —dijo Julio, recogiendo la espada del mercenario.
Pedro, por su parte, tomó una roca grande.
—¿Listo? Tú los distraes, yo me encargo del resto —dijo Julio.
Pedro asintió. Corrió hacia los mercenarios y golpeó a uno en la cabeza con la piedra. El segundo levantó su espada, pero Julio aprovechó la apertura para clavársela por la espalda, matándolo al instante.
El primer mercenario, aturdido, reaccionó con una patada que dejó a Pedro sin aire. Acto seguido, se lanzó contra Julio, dándole un puñetazo que lo tiró al suelo y le abrió la boca en sangre.
—¡Malditas basuras! ¿Cómo se atreven a tocarme? —gritó el mercenario, sujetando a Julio por el cuello, asfixiándolo.
Julio, al borde del desmayo, sacó su navaja con dificultad y la hundió en su cuello, matándolo en el acto. Recuperó el aliento jadeando, mientras se arrastraba hacia Pedro.
—¿Estás bien, hermano? —preguntó, tambaleándose.
—S-sí... —respondió Pedro, aún en el suelo.
—Tenemos que llevar a los niños de regreso al pueblo. Tal vez, si agradecen el gesto, nos ayuden —sugirió Pedro, poniéndose de pie con dificultad.
—¿Y si no? Este lugar es peligroso. No pertenecemos aquí. No podemos confiar en nadie —replicó Julio, con enojo.
—Es nuestra mejor opción... no podemos quedarnos con los brazos cruzados —dijo Pedro con firmeza.
Mientras discutían, una figura apareció entre los árboles. Un hombre de piel pálida, cabello blanco y mirada penetrante avanzaba lentamente. De su espalda colgaban dos espadas negras, que desenvainó con suavidad.
—No son de aquí... Son del mundo físico, ¿verdad? —preguntó, sin alterar su tono.
Los hermanos Cortez sintieron un escalofrío. Un miedo irracional los invadió. Aquel hombre traía consigo algo más que armas… traía oscuridad.
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Fin del Capítulo 4