Julio avanzaba por un bosque cubierto por la noche.
Las hojas susurraban bajo la lluvia tenue, y cada paso se desdibujaba en el lodo de lo irreal. El mundo parecía un cuadro húmedo, donde la lógica dormía y el tiempo se deshacía.
Frente a él, bajo la sombra de un árbol retorcido, un hombre encapuchado escribía con una pluma de plata.
Llevaba una máscara de zorro que brillaba con un resplandor púrpura, como si reflejara una luna que no existía.
—¿Quién eres? —preguntó Julio, alzando su revólver con firmeza y apuntando directo a la cabeza del desconocido.
El hombre no se inmutó. Su mano seguía danzando sobre el papel, como si la amenaza no fuera más que un murmullo.
—Qué curioso —dijo, con voz serena y profunda—. Tu primer impulso ante lo desconocido es la violencia. Me pregunto si tu hermano actuaría igual... tan distintos, tan necesarios.
—Eso no es una maldita respuesta —gruñó Julio, y disparó sin dudar.
El cuerpo cayó, desangrándose entre raíces y sombras.
Pero entonces, la misma voz emergió detrás de él, suave como un pensamiento olvidado.
—¿Te sientes mejor? ¿Matar lo que no comprendes te alivia... o solo es tu pasado gritando desde el fondo?
Julio giró con el corazón encogido. El hombre estaba allí, ileso, saliendo desde detrás de un árbol que antes no estaba. La máscara de zorro lo miraba sin ojos, pero parecía desnudar su alma.
—Soy el Viajero del Velo —dijo con una leve reverencia, casi burlona—. Guerrero de la muerte… si es que esos títulos aún significan algo.
—¡Dije que me digas tu nombre, cabrón! —espetó Julio, descargando su revólver una y otra vez.
Los disparos se deshicieron en el aire como humo. El Viajero avanzó un paso con cada estruendo, sin dejar de hablar.
—Ese es mi nombre. Desde el día en que el Velo me eligió, dejé atrás lo que fui. Puedes odiarlo, puedes burlarte… pero ese nombre escribe destinos.
Julio bajó el arma. El miedo comenzaba a transformarse en algo más inquietante: curiosidad.
—¿Tú nos trajiste aquí? ¿Por qué?
—Porque los necesito. Pero no como son ahora. Primero deben crecer, romper sus muros... o se romperán dentro de ellos.
Julio apretó los puños, sintiendo su impotencia hervir.
—¿Y crees que haré lo que me digas, bastardo?
—No lo creo —respondió el Viajero, inclinando apenas la cabeza—. Lo sé. El destino, Julio Cortez, no pide permiso. Solo exige entrega. Tú y tu hermano ya están escritos en esta historia. No hay escape. Solo queda aceptarlo… o ser devorados por ella.
En ese instante, los árboles comenzaron a arder. Sin sonido, sin humo, como si el bosque hubiese decidido incendiarse por voluntad propia.
El Viajero del Velo se desvaneció entre las llamas, sin dejar cenizas.
Entonces un trueno rugió en la distancia.
Y Julio despertó.
El sudor le recorría la espalda, su respiración era entrecortada.
No sabía si había sido un sueño...
O si alguien había escrito dentro de su mente mientras dormía.
—¿Hermano? ¿Estás bien? Estás muy agitado —preguntó Pedro, medio dormido.
—Sí… solo fue un sueño raro —respondió Julio, aún temblando.
Pedro lo escuchó atentamente mientras Julio le relataba todo, incluso lo que había sentido.
Ambos guardaron silencio unos segundos después.
—¿Tú crees que fue real? —preguntó Pedro.
—No lo sé. Pero tengo la sensación de que no fue solo un sueño. Ese tipo… el del zorro… algo en él era más real que esta cama.
Pedro asintió, sin quitarle la vista.
—Quizás sea mejor que dejemos de resistir tanto. Podemos quedarnos… al menos hasta saber qué carajos está pasando y por qué nosotros.
Julio se llevó una mano al rostro y suspiró.
—Sí… por ahora.
Pedro, intentando aliviar la tensión, soltó una pequeña sonrisa.
—Pero si vuelves a soñar con zorros parlantes, me avisas, ¿sí?
Julio soltó una risa breve.
Era mínima, pero era la primera desde que llegaron a ese mundo.
Fin del capítulo 7.