Pero en realidad no se la llevó el cáncer. Se murió porque ella quiso morirse, porque tuvo esa elección. Ella no sabía que su enfermedad tenía muchas posibilidades de curarse.
Morir, por lo tanto, es una decisión, y ella decidió tomarla, imaginó que sería lo mejor para él.
Varios días después se enteró de la realidad, cuando encontró el pastillero tirado en el baño. Las cápsulas que nuestro Arturo tomaba para controlar su hipertensión fueron la herramienta del suicidio. Ya se imaginarán cómo reaccionó él. Se maldijo a sí mismo, maldijo las pastillas, maldijo a la maldita hipertensión, pero no la maldijo a ella ¿Con qué derecho podría hacerlo? Tomó una opción válida en un mundo lleno de opciones válidas.
Y eso nos vuelve al punto de partida de nuestra narración, en donde nuestro amigo perdió a su compañera de vida. Tal vez en ese intento —tan bizarro para algunos— de aferrarse a su recuerdo, su alrededor contiene todo aquello que su pareja alguna vez apreció.
En especial su manta azul.
De todas las cosas que tuvo entre su cuerpo, el retazo de tela mantiene su olor a pesar del tiempo; ese olor a jazmines, a fresco, a mañana de campo, a amor de la vida. Ese perfume que le recuerda a esas casualidades, tan diminutas como granos de arena, que se unen para que una persona llegue a querer a otra de la forma en que Arturo quiere a Vidya.
Y luego está su foto. Tenía puesto una casaca que le regaló su tía en su décimo séptimo cumpleaños, la misma que ahora el personaje usa para sufrir; perdón, para dormir. En el retrato también lleva un pañuelo de seda alrededor del cuello y unas uñas pintadas de un color similar al del pañuelo, rosa. Foto que él no recuerda dónde la tomo pero con la cual la sentía cerca, como si no fuera la foto, sino su alma.
Y aún con todos esos factores, la extraña.
Había veces en las que parecía poder tocarla. Acurrucarse junto a la imagen es —a veces— acurrucarse junto a ella, apreciar las nubes y susurrarle al oído tonterías.
Muy a su pesar, de esos días eran los que escaseaban. Más eran los que la sentía como una estrella distante en el firmamento, su estrella.
Este día, el día que ellos llegan, es de esos primeros. Abrazado a sí mismo y al recuerdo.
Se levanta como cada mañana, engulle un pan duro y unos sorbos de café, y se sienta en el sillón donde ella leía.
Uno tiene las alas del color de la noche, la primera noche sin Vidya. Sus ojos, como una luna de sangre, taladran el pensamiento. El segundo es blanco como una nube y tiene los ojos de ese cielo del día que se casaron. Pero, más resaltante que su aspecto es su aroma a jazmines, a fresco, a campo. Huele a ella, a ella.
Pese a todo, Arturo no se inmuta. En parte porque no se imagina que aquel perfume venga de esos pajarracos tan insulsos. Llegan y se posan en la puerta de madera. Abren sus alas y graznan. Agitan las plumas y picotean el barniz. Intentan llamar su atención.
¡Hey tonto! ¡Hay dos pájaros en tu puerta! ¿No los vas a echar?
Nada, está muerto en vida. Incluso las aves se dan cuenta y empiezan una marcha de velorio.
Si prestan atención notarán ellos también están tristes por la situación de nuestro destartalado amigo.
Hasta que uno se cansa. Es el que tiene las alas de carbón.
Por cierto, y algo que me olvidaba de contar. Algo que Vidya tampoco supo jamás.
Ella esperaba un hijo.
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Editado: 28.02.2019