Los días que te amé

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La luz del amanecer empezaba a pintar de dorado los bordes de las montañas y los primeros cantos de gallos resonaban en el campo que iba despertando al nuevo día. En la cocina de la hacienda el fuego ya estaba encendido y Azucena, con su delantal anudado a la cintura y el cabello trenzado de prisa, había salido escoba en mano al patio interior de la casa a barrer y ahora era turno de las entradas de la hacienda. Había terminado ya de barrer la entrada principal y solo faltaba la puerta trasera. Fue al abrir la gran puerta de madera que lo vio: un muchacho, desaliñado y cubierto con el polvo del camino, dormía encogido junto al portón, con la maleta a un lado, como si no hubiera tenido fuerzas ni para buscar un lugar mejor donde descansar.

Azucena, sorprendida, se detuvo unos segundos a observarlo. Luego, con curiosidad y algo de cautela, se acercó y le dio un leve empujón con la punta del zapato como para asegurarse que estaba vivo. El joven llevaba buena ropa, aunque sucia por el polvo del camino. No parecía un vagabundo. Más bien uno de esos viajeros extraviados que el pueblo a veces escupía en sus márgenes.

—¿Oiga...? —dijo en voz baja—. ¿Está bien?

Marco se removió, alzó la cabeza con los ojos entrecerrados y desorientados por la luz del sol. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba.

—¿Qué...? —balbuceó—. ¿Dónde...?

—Está en la entrada de la hacienda —respondió ella, cruzando los brazos con desconfianza pero sin perder la cortesía—. ¿Quién es usted? ¿Se le ofrece algo?

Marco se incorporó con torpeza, sacudiéndose el pantalón y acomodándose la camisa lo mejor que pudo antes de responder.

—Perdón... No quería molestar. Solo necesitaba descansar un poco. Estoy viajando... y no encontré dónde quedarme.

—¿Y le pareció bien quedarse aquí en el portón de la hacienda como perro en la calle? —preguntó Azucena con el poco tacto que podía llegar a tener cuando le ganaba la curiosidad —¿Y de dónde viene?

—De la ciudad. Bueno... de varios lados —respondió, encogiéndose de hombros.

Azucena entrecerró los ojos, y por un instante pareció que iba a decirle que se fuera, pero antes de hablar, una voz firme interrumpió desde el interior del patio.

—¿Qué pasa aquí?

Un hombre joven, apenas un par de años mayor que Marco, se acercaba por detrás de Azucena, desde el interior de lo que el muchacho asumió sería la casa grande de la hacienda que la jovencita le había mencionado unos minutos atrás. Tenía el rostro serio, curtido por el sol, y la mirada entrenada para detectar problemas antes de que ocurrieran.

—Este muchacho estaba dormido aquí afuera, don Andrés —dijo Azucena, dando un paso atrás, como si temiera haber hecho mal al no haber ahuyentado al forastero tan pronto como lo había encontrado, y dejándole ahora la situación a su patrón.

—Perdón, señor. No quería causar problemas—dijo de inmediato Marco —. El autobús me dejó muy tarde a la orilla de la carretera y con lo cansado que estaba, este fue el mejor lugar que pude encontrar para dormir a esa hora.

Andrés lo miró de arriba abajo. El muchacho tenía pinta de forastero, si, pero había algo en su forma de hablar que no era común entre los jornaleros. Sin embargo, también había cansancio real en su mirada, y ni una pizca de arrogancia.

—¿Cómo te llamas?

—Marco. Marco Lar... —se detuvo apenas un segundo, casi imperceptible—. Larrea.

Andrés no reaccionó. El apellido le sonaba, pero no lo ubicó en ese momento.

—Dale algo de café y pan—dijo al fin, volteando hacia Azucena.

Los tres entraron por la puerta que había sido el refugio de Marco aquella noche: primero Andrés, seguido de Azucena, y el recién llegado seguía los pasos de la muchacha, quien volteaba a ver que el joven la siguiera a través del patio y hasta la cocina. Era un patio bien cuidado, grande, con losas naranjas y rodeado de plantas y flores.

El aroma a café recién hecho y pan recién horneado llenaba la cocina grande y bien iluminada de la hacienda. Azucena, siempre diligente, había puesto un par de tazas sobre la mesa de madera y un plato con panecillos aún tibios.

Marco no se sentó hasta que Azucena se lo indicó y le señaló el lugar que le correspondía. Sentado en el borde de la silla como si no quisiera incomodar, sostenía una taza entre las manos, dejándose calentar los dedos. El hambre le mordía el estómago, pero la prudencia podía más; solo había probado un trozo del pan, despacio, con una educación tímida que no pasaba desapercibida.

Andrés entró con paso firme, quitándose el sombrero y dejando escapar un resoplido al ver al muchacho. Llevaba la camisa remangada y las botas aún húmedas de rocío.

—Así que dormiste en nuestra puerta —dijo, sin dureza, aunque con un poco de curiosidad.

Marco se puso de pie de inmediato, dejando la taza en la mesa.

—Disculpeme nuevamente. No quería causar molestias.

Andrés levantó una mano para detener las disculpas. Se acercó a la cafetera, se sirvió él mismo, y luego se apoyó en la mesa.

—Luego de que termines de desayunar puedo llevarte al pueblo— ofreció —.Tengo varios asuntos ahí y supongo que llegar al centro era tu propósito anoche. Hay un hotel decente donde podrías hospedarte y…dedicarte a los asuntos que te trajeron a San Rafael.



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En el texto hay: amor, rancho, hacienda

Editado: 14.05.2025

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