Los enojados

Capítulo 2

A la cena llegaron con los nervios más templados. A pesar de que también a él la situación le había parecido extraña, hizo un esfuerzo por montar una historia que la tranquilizase a ella.

- Seguro que las huellas eran nuestras, las hicimos mientras colocábamos la toalla, y después cuando fui hasta las dunas para echar un vistazo. – esta parte no era cierta, no se había movido del lado de ella.

- ¿Pero tantas?

- ¡Pues seguramente! Tardamos un rato en echarnos.

No causó el efecto deseado totalmente, ella seguía con sus dudas y un resto de miedo aún en los ojos, pero parecía más calmada.

 

En el comedor sólo estaban ellos dos, los clientes de las otras cuatro habitaciones, que ya llevaban unos cuantos días alojados, habían hecho amistad y se habían ido a cenar juntos al pueblo de al lado que estaba en fiestas; no habían coincidido con ellos sino puntualmente, no les habían invitado. La casera, con unas velas y luz tenue que, más que iluminar, ambientaba, había logrado que la sala no se viese desangelada, y luciese una atmósfera íntima y acogedora.  Además de ellos tres, en un rincón, casi como un elemento de decoración, sin apenas moverse, con las manos apoyadas en la empuñadura curva de un bastón que sujetaba fuerte y verticalmente, había otra mujer, muy anciana, de ojos extremadamente vivos que reflejaban una mente inteligente e inquisidora. Parecía estar abstraída, como si nada de lo que sucediese a su alrededor tuviese importancia, como si todo lo que ocurría fuera lo mismo que tantas y tantas veces ya había vivido y ya no le generase interés.

La propietaria del hotelito, recepcionista, camarera y vete tú a saber cuántas cosas más, se acercó a la mesa para interesarse por las bebidas que deseaban.

- ¿Es su madre? – preguntó ella, aprovechando la ocasión, mientras hacía un gesto con la cabeza hacia la anciana.

- No, es mi abuela. Ciento dos años acaba de cumplir. – sonrió sin poder esconder una sombra de melancolía en las pupilas. - ¿Lo han pasado bien hoy? – volvió al presente y a sus obligaciones de anfitriona.

- Hemos descansado mucho, que era lo que queríamos. – mintió él con una sonrisa forzada.

- ¿Les ha gustado la playa de las gaviotas? – sonó el pop del corcho de la botella de vino de aguja.

- No hemos estado en esa, sino en la otra que está pasando el montó de piedras.

El rostro de la mujer mudó a un rictus serio, casi de pavor.

- No deberían de haber ido a esa playa, es peligrosa… - dudó un segundo. - …para el baño.

- Bueno, nos quedamos muy cerca de la otra, e íbamos a bañarnos allí. – quiso quitarle importancia a lo que la mujer consideraba, sin duda alguna, una imprudencia. - ¿Cómo se llama esa playa?

- Los enojados – graznó una voz desde el rincón en el que descansaba la anciana- No deberían de haber ido ahí, es peligrosa.

- Abuela, no se preocupe, ya ve que no ha pasado nada. – la casera prácticamente la interrumpió en un ataque de nervios que se reflejaba claramente en los temblores de sus manos, y su cara descompuesta, por la inconsciencia de los clientes o por la intervención de su parienta.

- No se preocupe, señora. Ya le digo que no nos bañamos, sólo tomamos el sol. – sonrió él con un aire de despreocupación.

- No es por eso. – replicó la anciana.

- ¡Abuela! – le urgió la casera a callarse.

- Es peligrosa. – le dijo a él, pero la mirada iba dirigida a su nieta como advertencia de que no se le ocurriese volver a interrumpirla.

- ¿Qué tiene de peligrosa? – preguntó la clienta con cierta alarma en los ojos; todo el trabajo que había hecho él para intentar calmarla estaba a punto de saltar por los aires.

- Los enojados. – contestó la anciana.

- Sí, eso ya nos lo ha dicho. – le dijo él mientras miraba a su compañera dejándole patente, con una sonrisa aclaratoria, que aquella mujer no estaba bien de la cabeza, que sus respuestas no eran del todo coherentes, lo que quedaba patente con su respuesta que no era a la pregunta que ella le había hecho, sino a otra muy anterior en la conversación. – Creo que no está del todo bien. – le susurró al oído.

- Los enojados. – volvió a replicar la mujer mayor. – Mucha gente ha desaparecido de esa playa y siempre han dicho que era por las corrientes marinas que se los habían llevado mientras se bañaban, pero los ancianos, los dos que quedamos, sabemos que los enojados se los llevaron.

- No le hagan mucho caso. – les susurró la casera, pero el oído de su abuela captó el mensaje.

- ¡Han sido los enojados! – su voz se alzó imperiosa y la contera del bastón golpeó el suelo con firmeza. Sus tres contertulios dieron un respingo. Hubo un silencio incómodo durante unos segundos

- ¿Quiénes son “los enojados”? – se atrevió a preguntar ella, entre dudas y un miedo creciente.

- Hace muchísimos años, yo aún era una niña muy pequeña, tanto que supe esta historia completa años después, había dos chicos que se viciaron y se dedicaron a hacer cosas indebidas. Estuvieron así durante bastante tiempo sin que nadie del pueblo se diese cuenta, ni sus familias, conseguían fugarse sin que se diesen cuenta, tampoco había por qué vigilarles, parecían normales, ni los vecinos que no habían observado nada raro. Por el día parecían dos chicos completamente normales, pero por las noches, cuando nadie los veía, se iban a la playa del final, que era como se llamaba entonces, a hacer sus cosas, atentando contra la naturaleza. Pero, un día que alguien fue a pescar, los vio, desnudos, haciendo guarradas. La noticia corrió como la pólvora, y enfrentó a las dos familias contra el resto del pueblo; los unos defendían a sus hijos y los otros exigían que pagasen por sus pecados. Los chicos fueron listos y durante un largo tiempo dejaron de quedar por lo que, por mucho que sus parientes les vigilasen, y el resto del pueblo, no hallaron motivos para reprocharles, y todo estuvo a punto de ser un chisme que quien había dicho haberlos encontrado había lanzado para enemistar a todo el grupo. El pescador fue expulsado del pueblo bajo amenaza de que, si volvía, se lo harían pagar caro. Así, todo volvió a la normalidad en el poblado. Los chicos se confiaron y, poco tiempo después, volvieron a verse en la playa del final. El pescador, que no se había ido muy lejos, volvió a verlos, pero esta vez fue inteligente y, en lugar de esperar a la mañana siguiente, corrió al pueblo esa misma noche. Levantó de la cama al alcalde y le contó lo que había visto, a penas unos minutos antes, en la playa. Los gritos de ambos discutiendo sobre si debía o no estar en el pueblo y por qué había regresado, despertaron a medio pueblo que asistía atónito al relato del pescador que éste repetía una y otra vez intentando que le creyeran. Sucedió lo que tenía que suceder, la solución más lógica y fácil, ir hasta la playa del final para comprobar si lo que decía el pescador era cierto o no. El mar, que había servido de arrullo a los vicios de los dos chicos, ese día se convirtió en su enemigo; estaba bravo, ruidoso, e impidió que escuchasen acercarse a medio pueblo que iba a corroborar si la historia que acababan de escuchar era cierta. Los pillaron in fraganti. Cómo sucedió todo después no está claro, quien empezó la pelea, pero sí se sabe que hubo muertos, entre ellos los dos chicos y el padre de uno de ellos; se dice que uno de los dos viciosos fue quién lo mató. Fuera como fuese, la tragedia sobrevino. Lo que sí se a ciencia cierta, así me lo contaron años después varios de los que estuvieron presentes, es que los chicos lanzaron una maldición sobre el pueblo. Dijeron algo así como: si no podemos amarnos por ser dos hombres, a partir de hoy, nadie volverá a amarse en esta playa. Durante años no sucedió nada, pero, cuando ya era yo una mujer adulta, de la edad de mi nieta ahora, más o menos, el pueblo empezó a crecer y vino mucha gente de fuera que no conocía la historia. La playa del final se convirtió en el sitio preferido de las parejas para estar solos y comenzaron las desapariciones, y la maldición empezó a cumplirse. La historia volvió a contarse, no sólo aquí, si no en todos los pueblos de alrededor, y el miedo hizo que la playa del final empezara a llamarse de “los enojados”. Alguien hizo el montó de piedras como advertencia y, desde entonces, ninguna pareja ha vuelto a ella. – De repente pareció volver a la realidad y les dijo a los foráneos mirándolos fijamente, con una viveza y una determinación que les asustó. – No vuelvan a esa playa, es peligrosa, a los enojados no les gusta que vayan parejas.




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