El murmullo del mar arropaba la desnudez de su cuerpo. Las pieles, saciadas ya del otro, reposaban sobre la arena reflejando débilmente la luz de la luna llena. No hablaban, ya sus miembros habían relatado todo lo que sus corazones habían querido expresar. Saciados de amor y sexo, reposaban cual guerreros tras una batalla cruenta de la que habían salido gloriosamente victoriosos.
Se vistieron sin hablar, caminaron bordeando el rompiente de las olas sin nada que decirse. No querían apurarse, sabían que tras el angosto paso donde las dunas abrazaban el mar, y el arenal de las gaviotas, tendrían que separarse; no podían regresar al pueblo juntos, no lo entenderían, los despreciarían. Amarse estaba mal, o eso les habían hecho creer, pero no podían evitar caer en los brazos del otro, una fuerza invisible les arrastraba y, cada vez que se encontraban, cada vez que sucumbían al placer de la carne, cada vez que escuchaban su interior y no a su alrededor, todo aquello que les impedía estar juntos perdía fuerza, se desvanecía.
No necesitaron ponerse de acuerdo al acercarse a las primeras construcciones, no hubo nada que planear, ya los pasos del baile estaban bien aprendidos, cada uno tomó un camino y llegaron a sus respectivos hogares por frentes distintos; hasta ahora nunca se habían encontrado con nadie y, si ocurriese, no sería difícil dar unas explicaciones que resultasen creíbles, aunque esto sí lo habían dejado al azar y ninguno había pensado seriamente sobre qué contar si llegase el caso de tener que enfrentarse a algún parroquiano que se creyese con el derecho de pedir explicaciones a cualquiera de los jóvenes muchachos que apenas habían avanzado en la pubertad.
Durante el día, cada uno se centraba en sus obligaciones y trataba al otro como uno más del pueblo, evitando ser demasiado empático o antipático, para no dar ningún tipo de pista, ni por exceso ni por defecto, sobre lo que sucedía a espaldas de todos por las noches, en la playa del final. Cuando uno de ellos recurría a la clave secreta, acordada, discreta, era el único momento en el que sus corazones se volvían casi imposibles de controlar; esa noche se verían, siempre y cuando el otro respondiese con el santo y seña, dejando patente que también tenía opciones de escabullirse de la casa. El juego era excitante, sin duda, pero no tanto como reunirse para dar rienda suelta a su amor, a sus instintos, a las dos cosas, porque no sabían a ciencia cierta dónde terminaba una y empezaba la otra.
En una alegre monotonía se sucedían los días, entre el ocultar y el exponerse, como un cable en tensión permanente, y la situación parecía hacerse eterna, sin contratiempos, sin sobresaltos, y así fue hasta que la vida, traicionero y cruel cancerbero, decidió jugar con su destino y añadir a la receta la pimienta que haría tambalearse el delicado equilibrio en el que se mantenía su amor secreto y su apatía pública.
Le vio acercarse con semblante serio, taciturno, mirándole fijamente, rompiendo una de las normas escritas en ninguna parte que les marcaban las líneas de actuación cuando se encontrasen a la vista de la gente. Avanzó recorriendo un camino que, en un punto determinado, se aproximaría a él unos dos metros; ahí es cuando, si se diese el caso, le haría la señal, sin mirarle, ralentizando su paso tan sólo los breves instantes de recibir la contraseña de respuesta. Sin embargo, esta vez, sin tener muy claro dónde nacía esa corazonada, algo le decía que iba a ser distinto, y sucedió. Cuando lo tuvo en el punto esperado, listo para darle la contestación, se paró y se le quedó mirando. Le hizo la señal, sí, pero observándole, quieto, esperando una respuesta como si le estuviese exigiendo verse esa noche, pasase lo que pasase, pudiese o no. Le respondió, con inquietud, algo no iba bien, y le vio enderezar su cabeza y continuar el trayecto. El resto del día se convirtió en una tortura, deseando que pasase el tiempo rápido para verle, pero con miedo por lo que pudiese pasar, o tuviese que decirle que, por su actitud, no sería bueno; obviamente algo había sucedido. Nunca el sol se había puesto tan lento como en aquella tarde en la que, sin saberlo aún, su destino cambiaría para siempre.
- Me quieren casar.
Fue lo primero que le dijo cuando lo localizó escondido entre la vegetación de las dunas de la playa del final. El silencio se impuso entre ellos, sólo el mar lanzaba sus alegatos eternos que nada tenían que ver con lo que aquellas dos almas estaban viviendo e iban a empezar a sufrir. Los ojos buscaron en la oscuridad coronada con penachos blancos qué hacer, qué decir, qué pensar.
- ¿Me quieren casar y no dices nada?
- Estoy pensando. ¿Con quién?
- ¡¿Qué importa eso?!
- ¡Mucho! Dependiendo de quién sea ella, de lo lista que sea, de lo melindrosa, de lo sumisa, podremos seguir con lo nuestro o no.
- ¿Es que no lo entiendes? Me quieren casar, lo nuestro debe terminar.
Su cara permaneció impasible mientras su corazón se deshacía en llano.
- ¿Es lo que quieres?
- ¡¡¡PUES CLARO QUE NO!!! – y rompió a llorar.
- Fuguémonos. – la determinación, quizás el dolor de la futura pérdida, o la respuesta a la reacción de su amante, le aguaron los ojos.
- ¿Adónde?
- ¿Importa? Vayamos donde vayamos, esto nos volverá a pasar. Seremos proscritos de por vida, rechazados, marginados. Dos hombres viviendo juntos, ¿cuándo se ha visto eso? Es cuestión de tiempo que nos señalen. Es lo que hay. ¿Lo quieres? Fuguémonos.
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Editado: 29.01.2024