Al siguiente día, Brett se encontraba con los ánimos bajos. Si bien la reina pasó su tiempo con él y con Eber, parecía que ella se entendía más con el segundo debido a que se la pasó charlando con él a lo largo del recorrido dentro del palacio.
“Aún si soy su esposo, eso no significa que deba enamorarse de mí”, pensó el joven príncipe. “Mis hermanos menores son mucho más interesantes. Incluso Zlatan, quien también es bastante introvertido, tiene su aire de misterio que atrae a las chicas”.
Se quedó mirando por la ventana de su cuarto, que daba al bosque. Como permaneció en la Capital por varios días antes de la boda, ya se había acostumbrado al bullicio de los vehículos, tranvías y transeúntes. Pero ahora todo estaba en silencio, apenas se escuchaban a los pajaritos cantando a lo lejos, con el intento de reemplazar los sonidos de motores y gritos de vendedores ambulantes.
Y mientras reflexionaba sobre los últimos acontecimientos, escuchó que alguien golpeaba en la puerta. Eso le extraño, ya que le habían entregado el desayuno hace media hora. Aún así, preguntó:
- ¿Quién es?
- ¡Soy yo! ¡Eber! ¿Puedo entrar?
- Adelante.
El pelirrojo entró. Parecía bastante preocupado, por lo que Brett intuyó que algo malo pasaba y le preguntó:
- ¿Sucedió algo?
- ¡No vas a poder creerlo, pero alguien intentó agredir a nuestro hermano mayor!
- ¿Qué?
Brett sabía que Rhiaim, en sus primeros años de estadía en el país, recibió cierta hostilidad de gente que le guardaba rencor por las invasiones. Si bien eso fue disminuyendo con el tiempo, siempre existía ese temor de que alguien temerario apareciera, dispuesto a causarle daño.
- Descuida. Él está bien – dijo Eber, al ver la expresión preocupada de Brett – Los soldados que lo atacaron resultaron ser bastante débiles.
- No entiendo por qué unos soldados atacarían a nuestro hermano mayor.
- Quizás pensaron que, así, nos intimidaría o algo. ¡Pero los muy ingenuos se metieron con la persona que no debería meterse! Al menos alguien les acomodó sus ideas. Ja ja ja.
Mientras conversaban, Zlatan también entró a la habitación. Éste, al ver que sus dos hermanos mayores estaban juntos, se acercó y les preguntó:
- ¿Han visto a Uziel?
- No – respondieron los dos.
- ¡Lo suponía! – murmuró Zlatan, apretando los puños – Esta mañana, le trajeron el desayuno y, por más que golpeaban a su puerta, no atendía. Así es que su dama personal la abrió y encontró la habitación vacía. Sospecho que escapó por la ventana.
- ¿Qué? ¿Pero qué le ocurre? – dijo Brett - ¡La reina nos dijo que no saliéramos sin permiso! ¡Ay, por la Diosa! ¡Apenas llevamos unos días de casados y ya nuestro hermanito nos mete en problemas! – el joven príncipe se llevó las manos por la cabeza.
- Nos enteramos lo de Rhiaim – explicó Zlatan – Acabábamos de salir de la residencia de la duquesa Sofía cuando escuchamos a un par de personas murmurar sobre que nuestro hermano fue agredido por unos soldados. Uziel quiso buscarlo, pero nuestra escolta nos dijo que tenían órdenes de llevarnos al palacio aún si debían aplicar la fuerza y no tuvimos otra opción más que regresar – el joven se llevó una mano al frente, mientras daba un resoplido – Le dije bien que no causara problemas, se ha portado muy mal durante nuestro recorrido. ¡No actúa como un verdadero príncipe!
- Diría que es por la edad – dijo Brett, cruzándose de brazos – pero hasta donde yo recuerde, jamás fui así a mis quince. Uziel ha sido muy consentido por nuestro hermano mayor y nuestra tía, necesita que lo disciplinemos.
- ¿Y cómo piensas hacerlo? – le preguntó Eber - ¡Nunca has castigado a Uziel antes!
- No lo sé – suspiró Brett – esto de ser el hermano mayor es muy agotador. ¡Los pequeños dan problemas!
- ¡Yo soy un buen chico! – se quejó Zlatan, inflando las mejillas.
- Eres muy raro – le señaló Brett.
- Bueno, debemos buscarlo – dijo Eber – pidamos permiso a la reina para castigar a Uziel y visitar a Rhiaim.
Todos asumieron con la cabeza y salieron de la habitación.
Pero cuando estaban cerca de la oficina, la secretaria de la reina los detuvo y les dijo:
- Su majestad no desea ver a nadie. Pidió que no la molestaran, sin excepciones.
- ¿Acaso se siente indispuesta? – le preguntó Brett.
La secretaria parecía dudar de si responder a su consulta. Pero al ver los ojos curiosos de los príncipes, al final cedió:
- La reina recibió la visita de la condesa Yehohanan, llamándola inepta por no controlar a sus soldados y dejar que agredieran a un príncipe extranjero que vivió en paz en esta nación por diez años.
- ¡Guau! ¡No puedo creer que la tía Yeho enfrentó a la reina! – dijo un admirado Eber.
- Se… seguro nos guardará rencor por eso – dijo Brett, con una expresión de tristeza – po… por eso no quiere ve… vernos.
- Bien. Supongo que tendremos que esperar – dijo Eber, encogiéndose de hombros.
- Pe… pero me preocupa Uziel – dijo Brett - ¿Y si le pasa algo? Sé que es muy fu… fuerte, pero puede llegar a ser muy impulsivo. También de… debemos controlarnos para no dar más mala imagen de la que ya tenemos.
- ¡Esperen! ¿Acaso uno de los esposos de la reina salió sin permiso? – intervino la secretaria, cuyo rostro palideció - ¡Oh, por la Diosa! ¡Debemos buscarlo!
Algunos guardias recorrieron por los alrededores del palacio. Pero no encontraron ninguna señal del muchacho. Al final, inspeccionaron el estacionamiento y descubrieron que faltaba un vehículo.
- Uziel sabe manejar – recordó Brett – Lo aprendió hace un año con la excusa de que los príncipes también deben “saber lo básico”.
- ¿Y tú también conduces? – le preguntó la secretaria.
- Sí. Pero fue porque nuestro chofer se había enfermado una vez y pensé que sería más práctico si supiera conducir.
Todos quedaron en silencio. Ahora que sabían que Uziel tomó uno de los vehículos y condujo hasta la Capital, no les quedaba de otra que salir del palacio para buscarlo.
Y cuando se dispusieron a entrar en uno de los coches, los escoltas de Brett aparecieron y uno de ellos le dijo al mayor:
- Majestad, la reina nos pidió que lo escoltemos a su habitación.
- ¿Y por qué solo a mí? – preguntó Brett.
- Supongo que piensa que es porque te seguiremos adonde vayas – dijo Eber, gruñendo por lo bajo – y, también, porque eres el único que sabe manejar. La ciudad está muy lejos para ir a pie.
- Nos habrá visto con cámaras de vigilancia – dijo Zlatan – he notado algunas en los corredores y frente a nuestros dormitorios. No podemos escapar, Brett, tendremos que obedecerla.
- Pero Uziel… - comenzó a decir Brett, cuando su escolta continuó.
- La reina ya está enterada. Por favor, acompáñenos.
Brett respiró hondo. Y justo cuando parecía que iba a ceder, dio un salto y noqueó a sus dos escoltas de una patada.
La secretaria pegó un grito al ver cómo el joven príncipe, con todo lo delicado que aparentaba ser, derribó a sus guardias fácilmente. En eso, Brett comentó:
- ¿De verdad nuestra esposa pretendía “protegernos” con unos escoltas tan débiles? ¡Menos mal que no abandoné el entrenamiento!
- ¡Sí! ¡El Brett rebelde ha renacido! – exclamó un alegre Eber, con los puños levantados.
Zlatan se acercó a la secretaria y le dijo:
- Si se entera, dile que no pudiste detenernos. Asumiremos la responsabilidad para que no se desquite con usted, señorita.
- Descuiden, majestades. Yo les cubriré – prometió la secretaria
- ¡Contamos contigo!
Brett tomó el mando, mientras el resto subieron a los asientos traseros. Una vez a bordo, partieron directo a la Capital.
Durante el camino, Zlatan intentó comunicarse con Uziel desde su dispositivo comunicador. Pero no obtuvo respuesta.
- ¡Ese niño! – gruñó Zlatan.
- No sé por qué presiento que encontraremos un río de personas noqueadas por nuestro hermanito – dijo Eber, tapándose los ojos con ambas manos.
- Si eso pasa, lo golpearé – dijo Brett – ahora es esposo de la reina, debería comportarse como se debe. En cuanto a nuestra esposa… espero que no se enfade demasiado.
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- ¿Cómo que salieron?
La reina Panambi, tras presionar a su secretaria, consiguió que ésta soltara la lengua.
“¡Lo siento, chicos!” lamentó la secretaria, en su mente.
- Si me lo permite, majestad, el príncipe Brett desea castigar a su hermano menor por sus acciones indebidas y, también, deseaban ver al duque para corroborar que se encuentre bien. Aunque apenas compartimos palabras, me percaté de que son muy unidos. Debe comprenderlos, su alteza. No sea severa con ellos.
- Sí. Lo sé – dijo Panambi, cruzándose de brazos – No pretendo separarlos, pero deben saber cuál es su lugar. Además, ¿por qué no confían en mí? ¡Son tan esquivos! Especialmente el mayor, Brett. Siento que me guarda rencor por forzarlo a él y a sus hermanos a este matrimonio.
La reina dio un largo suspiro mientras se frotaba la frente con una mano. Tanto ella como su secretaria salieron de la oficina, donde todos comentaron sobre la forma en que el príncipe Brett se libró de sus escoltas para escapar con sus hermanitos del palacio.
- Temo que los sirvientes se están burlando de usted, majestad – dijo la temblorosa secretaria – el príncipe Brett despreció a los escoltas que usted le asignó, diciendo que son unos débiles.
- Anota sus nombres para encerrarlos en las celdas – ordenó la reina – y esos escoltas de mi esposo principal ya pueden armar sus maletas. Buscaré otros más que puedan protegerlo y contenerlo.
- Será… difícil.
La reina se detuvo. La secretaria tembló, ya que pensaba que descargaría su ira contra ella. Pero, en su lugar, dio un largo suspiro y dijo:
- Desde el día de nuestra boda, Brett desprecia mis esfuerzos por protegerlo. No se apoya en mi y quiere solucionarlo todo por su cuenta. Los informes dicen de el que es de los príncipes más calmados y dóciles, pero veo que son rumores sin fundamento.
La reina se mantuvo en silencio, como si estuviese reflexionando sus palabras. A final, chasqueó los dedos y decidió:
- Contacta a todos los caballeros nobles de alta reputación que pueden enfrentar a mis esposos. Analiza sus antecedentes, las batallas ganadas y sus grandes hazañas. A ver si, así, se sigue quejando de mi sistema de seguridad en el palacio.
- Sí, su majestad.
Mientras la secretaria fue a hacer lo suyo, la reina Panambi recibió un mensaje en su dispositivo comunicador. Lo activó y vio la imagen proyectada del príncipe Brett quien, con una expresión de culpa, le decía:
- Perdóname, esposa nuestra, por haberla desobedecido y dejado desdentado a los soldados de mi escolta. Pero se trata de mi hermano, Uziel. Él no escuchará razones al menos que sus hermanos mayores lo detengan. Te prometo que regresaré y asumiré la responsabilidad por todos si, a cambio, deja que sea mi hermano mayor quien me asigne mi propio escolta. Ya le adelanto que solo existen dos personas en este continente que nunca me dejarán escapar. Ellos irán hasta el mismísimo infierno para capturarme y traerme de vuelta, dentro de un saco de papas de ser necesario. Si accede a eso, le seré fiel eternamente. Siempre tuyo, Brett.
La reina Panambi dio un ligero suspiro. Brett en verdad le parecía un misterio, como si fuese un iceberg del cual solo revelaba la puntita de lo que era en verdad. Se preguntó quiénes podrían ser aquellas dos únicas personas que podrían detenerlo y, al final, decidió:
“Por esta vez, cederé a la petición de mi esposo. Pero, para la próxima, le demostraré quién manda en verdad. Porque no solo soy la reina, sino también una esposa. Y como toda mujer, debo ser la cabeza de la familia. Mi dulce esposo deberá aceptarlo si quiere que vivamos en paz a lo largo de nuestro matrimonio”.