Los esposos de la reina

Capítulo 10. Los príncipes valientes

El viaje se realizó sin contratiempos. De vez en cuando se detenían para ir al baño, comer o descansar. Brett y Uziel, cada tanto, se ofrecían a conducir para que su chofer pudiese descansar y, así, viajar más rápido.  
Cuando llegaron al pueblo, fueron recibidos por el alcalde, quien les ofreció alojarse en su mansión para que pudieran completar la misión. A modo de gratitud, besó dos veces las manos de la reina y, con lágrimas en los ojos, le dijo:  
- Bendita sea la mujer que la tuvo y la cuidó para estar al mando. Ha llegado en el momento justo. En verdad estoy muy desesperado.  
- Calma y cuéntame todo, señor alcalde – le pidió Panambi, con una sonrisa gentil.  
El alcalde respiró hondo, se secó las lágrimas y le explicó lo sucedido.  
- Debido a las desapariciones, hemos prohibido la entrada de extraños sin que presenten sus identificaciones. También, instauramos un toque de queda, donde capturamos a cualquier persona (adulto o niño) que transite por la calle a horas indebidas. Pero, ahora, los pobladores reportaron que los niños salen de sus casas cuando los padres están ausentes. Un guardia siguió a un niño como para pillar a los bandidos, pero lo atacaron de sorpresa y le perdió el rastro. ¡Ya no sé qué hacer! 
Todos los príncipes se miraron entre sí. La reina, entonces, señaló el comunicador situado sobre el escritorio del alcalde y le dijo:  
- En un ducado ocurrió algo similar y mis esposos descubrieron que están interviniendo estos aparatos. Como se ha popularizado en los últimos años, ahora es normal que hasta un plebeyo cuente con uno en su casa. Hace tiempo dejó de ser exclusivo solo para la nobleza y la burguesía.  
- Sí. En efecto, mis sirvientes también tienen comunicadores en sus casas – recordó el alcalde – me dijeron que les es más práctico así cuando necesitan comunicarse con sus hijos. Pero en ese caso… ¿Quiere decirme que esos bandidos contactan con los niños a través de los comunicadores? ¿Pero cómo es posible eso?  
- ¿Usted tiene hijos, señor? – intervino Zlatan con su pregunta.  
- Así es, su alteza – respondió el alcalde – una niña de ocho años que adoro con mi alma y un niño de catorce que es mi orgullo.  
- Si me lo permite, ¿puedo revisar su comunicador?  
- ¡Claro! ¡Adelante!  
Zlatan se acercó al aparato, manipuló un par de teclas y, de ahí, se proyectó la imagen del alcalde diciendo:  
- ¡Hijos míos! ¡Caí de un acantilado! ¡Ayúdenme, por favor!  
El alcalde miró estupefacto el holograma y, de inmediato, aseguró:  
- ¡Nunca envié eso! ¡Jamás caí en ningún lado!  
- Es así como atraen a los niños – dijo Zlatan – Fue una suerte que llegamos a tiempo.  
- Entonces, lo que queda es ir a ese acantilado y enfrentarlos directo – dijo Uziel, apretando los puños - ¿Dónde queda, señor?  
- Está al lado oeste de las afueras del pueblo – respondió el alcalde.  
- Con eso basta – dijo el muchacho, saliendo de inmediato de la mansión.  
- ¡Espera, Uziel! – dijo Brett.  
Pero el príncipe ya salió del lugar, dirigiéndose al sitio indicado. Así es que el grupo entero no tuvo otra opción más que seguirlo. Pero lo que más impresionó a todos es que la reina los acompañó a buscar a Uziel.  
Mientras corrían, Brett le dijo a Panambi:  
- ¿No sería mejor que se quedara, esposa nuestra?  
- ¡Vamos! ¡Que quiero ver cómo pelean! – Dijo una entusiasmada Panambi – No creas que soy una amargada que “cortaría las alas” a mis hermosos esposos.  
- Nunca pensé eso, querida.  
Cuando llegaron al acantilado de las afueras del pueblo, un grupo conformado por cuatro sujetos los rodearon.  
- ¡Oigan! ¡Estos no son niños! – señaló uno de los bandidos 
- ¿Quiénes son? – preguntó otro, haciendo sonar sus nudillos - ¡Bah, no importa! ¡De todas formas los liquidaremos!  
- ¡Espera! ¡Hay un niño con ellos! – señaló un tercer bandido a Uziel - ¡Ese nos servirá!  
- ¡Sí! ¡Capturemos al niño rubio y matemos al resto! – dijo el cuarto.  
- ¿Niño? ¿Yo? ¡Eso ya lo veremos! – dijo Uziel 
El muchacho, acompañado de Eber, golpearon al sujeto que tenían en frente. Otro más fue tras Brett quien, de inmediato, dio un salto y lo pateó en la cara. Dos más se acercaron a la reina quien, enseguida, fue protegida por Zlatan que les disparó con dos dardos que llevaba oculto bajo las mangas de su camisa.  
Una vez que sometieron a los bandidos, vieron que un par de niños se les acercaban. Eber los detuvo y les ordenó:  
- ¡Regresen de inmediato a sus casas! ¡Estos chicos malos quieren hacerles daño!  
- ¡Pero mamá dijo que estaba aquí, en peligro! – dijo uno de los niños, con ojos llorosos.  
- Tu mamá está bien, querido – le dijo Panambi, acercándose a él y acariciándole la cabeza – deja que me encargue de todo. Ahora, regresa a casa con tu amigo y no salgan hasta que sus padres regresen. ¿De acuerdo?  
- S… sí, su majestad.  
Cuando los niños se marcharon, contactaron con los guardias para que se llevaran a los bandidos a la penitenciaría del pueblo. Una vez encerrados en la sala de interrogatorio, los príncipes ataron las manos y pies de los bandidos. Brett tomó un balde con agua y les mojó sus cabezas, haciéndoles despertar. La reina Panambi se colocó en un rincón, acompañada de su escolta y los escoltas de los príncipes, para presenciar la forma en que sus esposos trabajarían para llegar a la verdad. Esto a Brett no le gustó, debido a que su esposa aún no había presenciado la tortura a los criminales en vivo. Así es que, acercándose a ella, le sugirió:  
- Será mejor que se retire, querida. No es una vista agradable.  
- No – le dijo Panambi – Decidí acompañarlos para verlos en acción. Además, como reina, me tocará más situaciones como éstas a futuro.  
- Como usted diga, señora.  
Brett, por primera vez, mostró una sonrisa fría que revelaba su parentesco con la reina Jucanda. Delante de los bandidos, abrió una caja de herramientas de tortura y sacó de ahí un martillo, el cual se solía usar para romper los dedos de las manos y pies durante los interrogatorios. El joven príncipe se acercó a uno de los bandidos, le mostró el martillo y le preguntó:  
- ¿Quién es su líder y dónde se encuentra?  
El bandido le escupió en la cara. Brett lo tomó de las manos atadas, las colocó al suelo y, de un golpe, le reventó el dedo gordo con su martillo.  
Los gritos retumbaron por toda la sala. Panambi no evitó mostrar una mueca de dolor al ver la situación del criminal.  
Zlatan se colocó al lado de Brett y, señalando a la reina, le dijo al bandido:  
- Por si no te has dado cuenta, nuestra esposa nos está observando. Y queremos causarle una buena impresión. No es saludable para una dama presenciar tanta violencia, así es que le pedimos que colabore con nosotros y responda a la pregunta de mi hermano mayor.  
- ¡Púdranse! – fue lo único que les dijo el bandido.  
Zlatan tomó el martillo de Brett y, esta vez, le rompió otro dedo.  
Los demás bandidos comenzaron a gritar de horror, al ver cómo su compañero era torturado por esos dos jóvenes.  
- ¡Ufa! ¡Les tocó uno difícil! – intervino Eber – Quizás debamos empezar por el más débil… ¿Qué tal éste? – señaló a uno que tenía la cara completamente pálida y no dejaba de llorar – pero no usen martillos, eso es aburrido.  
- Encontré esta pistola – dijo Brett, rebuscando en la caja de herramientas – no me gustan las armas de fuego. ¡Te lo dejo, Eber!  
- ¡De acuerdo! 
Eber arrastró al criminal temeroso, lo colocó boca arriba y, tomando el arma, le apuntó directo a los testículos, diciendo:  
- Sería una pena que te quedaras sin tu “amiguito” 
- ¡Y… ya! ¡Está bien! ¡Se los diré todo! – dijo el prisionero, cuyos ojos comenzaron a salirle de sus órbitas - ¡Nuestro líder es Roger! ¡No sabemos dónde se encuentra! ¡Lo juro!  
- Bien. Vamos progresando – dijo Brett, dejando a un lado su martillo y tomando una daga - ¿Qué hacen con los niños? ¿Por qué los secuestran? ¿Dónde se encuentran sus cuerpos? Si no respondes… - se acercó al sujeto que había estado torturando y le cortó la mejilla de un tajo – Y eso es solo una pequeña probadita de nuestra crueldad.  
- Él… ¡Necesita sangre! – respondió el bandido, mientras comenzaba a temblar - ¡Roger usa la sangre de los niños para rejuvenecer su piel! ¡Y luego quema sus cuerpos al vaciarlos por completo!  
Los cuatro hermanos quedaron horrorizados ante semejante confesión. Incluso la reina Panambi lanzó un grito de susto. El soldado Van, con la rabia encendida en su rostro, bramó: 
- ¿Pero qué clase de lunático haría semejante cosa? ¡Ni la reina Jucanda llegaría tan lejos!  
- Esto es peor de lo que imaginé – dijo Brett, mirando a los bandidos con repulsión – Y estoy seguro de que ni siquiera saben qué aspecto presenta ese tal Roger. ¿No es así?  
Todos los bandidos menearon con la cabeza.  
- ¡Entonces no sirven! ¿Por qué no los matamos ya? – dijo Uziel, tomando a uno de los prisioneros por el cuello para asfixiarlo.  
- Aún no, Uziel – dijo Brett – Entiendo tus sentimientos: también quiero matarlos. Pero, primero, debemos tener autorización de nuestra esposa.  
- Sí. Solo ella tiene jurisdicción en este campo – Eber miró a Panambi de reojo - ¿Los matamos? ¿O seguimos con el interrogatorio?  
Los cuatro príncipes giraron sus cabezas hacia la reina. Ésta se asombró al percatarse de sus fríos ojos, carentes de empatía hacia el sufrimiento ajeno y que solo podían ser rellenados si presenciaban sangre. Así era, estaba ante los ojos de unos asesinos.  
Pero, como su reina y su esposa, debía dictar sentencia. Juzgó que esos bandidos ya no les darían más nada, sería inútil someterlos a más sufrimiento. Así es que extendió una mano hacia adelante y, con una voz firme, ordenó:  
- Yo, la reina Panambi, ordeno a mis esposos a que les corten los cuellos y esparzan su sangre por el suelo. Que sufran lo mismo que han sufrido esos niños y sus almas sean condenadas por la ira de la Diosa. ¡No demuestren piedad!  
Los hermanos obedecieron, mientras ensanchaban sus sonrisas.  
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Tras inspeccionar los objetos de los bandidos y los rastros de sus vehículos, encontraron una cueva donde hallaron a varios de los niños recién capturados. Uno de ellos era el hijo del soldado Van quien, de inmediato, corrió a abrazar a su padre. El guardia notó que tenía los brazos pinchados y lucía muy pálido, por lo que sintió aún más rabia por lo sucedido.  
Una vez que los niños fueron trasladados al hospital, la reina Panambi leyó los informes de los soldados y dijo:  
- Desde ahora, reforzaremos la seguridad de este pueblo y reemplazaremos todos los comunicadores. Mi esposo Zlatan se está encargando de eso.  
- ¿Se siente bien, esposa nuestra? – Le preguntó Eber, al notar que Panambi estaba muy pálida. 
- No pasa nada – dijo Panambi, quien intentó serenarse – es solo que es la primera vez que presencio un interrogatorio.  
- En ese caso, deja que la consuele. Apóyese en mi hombro y la confortaré, querida esposa.  
Panambi se dejó abrazar por Eber y, repentinamente, se sintió relajada. Brett, quien presenció la escena, supuso que en verdad ellos dos se llevaban muy bien y lamentó no haber tomado la iniciativa ese día en que estaba enfermo.  
Pero para tratar de no apesadumbrarse por eso, propuso:  
- Pensaba en que podría ir a buscar información en la penitenciaría y entre la gente del pueblo. Iré con el soldado Rojo, ya que quiero que el soldado Van pase el tiempo con su hijo recién hallado.  
- En ese caso, te acompaño – dijo Eber, separándose de Panambi y acercándose a Brett – vigilaré que no te rompas por tropezar con una piedrita.  
- ¡No me voy a romper con eso! – dijo Brett, frunciendo el ceño.  
- Si van a recorrer con sus escoltas, está bien – dijo Panambi, quien recobró la compostura – yo me quedaré aquí con Zlatan y Uziel para tomar un descanso. Pero no se tarden tanto, ¿entendido?  
- Está bien, querida esposa.   
Una vez que llegaron todos a un acuerdo, los jóvenes príncipes procedieron a buscar información que les ayudase a resolver el caso.  
 




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