Los esposos de la reina

Capítulo 12. La sangre no es agua

Brett y Eber le explicaron a la reina Panambi lo que pudieron averiguar. Todos estaban estupefactos por el origen incierto del tal Roger y de cómo consiguió escapar de la justicia sin dejar rastros.  
- Debemos regresar al palacio – decidió la reina, tras recibir el informe – ya he desarrollado con el alcalde un plan de mejora de la seguridad del pueblo. Y los comunicadores fueron intervenidos gracias a Zlatan. ¡No puedo creer que sea un técnico! Lo tenía bien oculto.  
- No soy un técnico. Solo hice lo que me acordaba de haber leído de un manual – se excusó Zlatan – así es que lo mejor es que contraten a un profesional por si haya cometido algún error.  
- ¿Pudiste manipular un comunicador solo con leer un manual hace tiempo? – Panambi abrió los ojos de la sorpresa.  
- ¡Zlatan es un tragalibros! – intervino Uziel, como siempre, dando un par de palmadas en el hombro de su hermano - ¡Se aprende de memoria cualquier texto que caiga en sus manos! Por eso prefiero “usarlo” para mis estudios. ¿Para qué leer si lo tengo a él?  
- Aprende a hacer las tareas solo – dijo Zlatan, fulminándolo con la mirada – Como príncipe, debes saber gestionar documentos. ¡Deja de depender de mí para evadir la lectura de los libros!  
- ¡Entonces no me pidas que te defienda de los bravucones que quieren lastimarte! – dijo Uziel, con una sonrisa pícara.  
- Bueno, no peleen delante de nuestra esposa – dijo Eber, colocándose entre los dos.  
- Ya que no tenemos más nada que hacer, estoy de acuerdo con regresar al palacio – dijo Brett, retornando al asunto – nuestra esposa necesita encargarse de sus deberes de reina, no puede permanecer mucho tiempo fuera.  
- ¡Tranquilo, hombre! – le dijo Eber - ¿Y si disfrutamos del paisaje? Digo, hay muchos lugares por la ruta que no conocemos.  
- Me tienta, pero será en otra ocasión – suspiró Panambi – Además, la pasé bien junto a ustedes, me he sentido protegida en todo momento. Ahora sé que son idóneos para resolver este caso.  
Todos procedieron a salir de la residencia del alcalde. Pero apenas la reina asomó la cabeza por la entrada, apareció un punto rojo sobre su sien que fue detectado por uno de los soldados de su escolta. Éste, de inmediato, se abalanzó sobre ella y gritó:  
- ¡Al suelo, alteza!  
Gracias a la rápida reacción del soldado, la bala no perforó la cabeza de la joven monarca, pero si impactó en el brazo de su escolta, haciéndole sangrar.  
Los cuatro príncipes, al ver esto, dirigieron sus miradas hacia la dirección donde surgió la bala y, sobre un pequeño edificio, vislumbraron a un francotirador que estuvo esperando por encima del techo para ocasionar el atentado.  
El francotirador, al darse cuenta de que falló en su misión, salió inmediatamente de ahí.  
- ¡Zlatan! ¡Eber! ¡Uziel! ¡Separémonos y bloqueemos todo acceso! – ordenó Brett.  
Todos obedecieron al mayor. A su vez, los demás soldados de la reina, en conjunto con los guardias y oficiales del pueblo, formaron una barricada en las afueras del pueblo para evitar que el atacante escapase.  
Brett y Eber se encontraron en un callejón sin salida, donde acorralaron al francotirador. Éste, quien aún sostenía su rifle, apuntó hacia Brett y le disparó. El joven pudo esquivarlo a tiempo, pero no fue lo suficientemente rápido para impedir que la bala le rozara el brazo, provocándole una herida lo suficientemente significativa para hacerle sangrar.  
- ¡Maldito! – bramó Eber, al ver a su hermano herido.  
- ¡Cuidado, Eber! – le pidió Brett.  
Pero Eber corrió de inmediato hacia su adversario, propinándole una patada en sus manos y consiguiendo, así, que soltara el arma.  
- ¡Bastardo! ¡Te mataré!  
El hombre sacó un cuchillo que tenía escondido entre sus ropas e intentó clavárselo a Eber. El príncipe pelirrojo consiguió esquivarlo, pero terminó recibiendo un corte en la mejilla izquierda.  
Brett, ignorando el dolor de su brazo, se acercó rápidamente hacia el francotirador y, de un cabezazo, le golpeó por su costado, haciendo que tropezara y cayera al suelo.  
Zlatan y Uziel llegaron justo a tiempo para abalanzarse sobre el sujeto e inmovilizarlo. Eber, por su parte, se acercó a Brett, arrancó un trozo de su camisa y le envolvió el brazo herido para detener la hemorragia.  
- Gracias, Eber – dijo Brett – la próxima tendré más cuidado.  
- No fue tu culpa – le dijo Eber – es difícil lidiar con alguien que usa armas de fuego. A todo esto – miró al francotirador, que estaba forcejeando inútilmente para liberarse de los menores que le inmovilizaron sus extremidades – Sospecho que lo envió ese tal Roger. Puede que algún espía detectó nuestros movimientos y se lo informó para deshacerse de nosotros.  
- Este hombre merece morir – dijo Brett, mirando al francotirador con frialdad – no puedo esperar a que nuestra esposa nos dé la orden.  
- Seguro nos volverá a castigar – dijo Uziel, mientras comenzó a torcerle el brazo al sujeto – Pero el ver a mis hermanos mayores malheridos… ¡No puedo tolerarlo! ¡Aceptaré ese castigo si con esto puedo aplacar mi ira!  
- Tranquilo, Uziel – dijo Zlatan – esperemos las órdenes de Brett para llevar a cabo la ejecución.  
- Hagámoslo despacio – decidió Brett, mientras poco a poco revelaba una sonrisa maliciosa – que su muerte sea lenta y dolorosa. Y cuando terminemos, llevemos su cadáver ante los pies de nuestra esposa.  
- ¡Esa es la actitud! – exclamó Eber.  
Y así, el francotirador aprendió algo que a Roger se le pasó por alto: si a los hombres les intentaban sacar su “eje”, perdían los estribos hasta al punto de convertirse en meras bestias salvajes que solo se guían por sus instintos.  
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Cuando regresaron, los príncipes depositaron el cadáver desfigurado del francotirador a los pies de la reina. Ésta los miró con asombro y, así, se percató de que Brett y Eber estaban heridos. Con esto, corrió directo hacia ellos y los rodeó con sus brazos, mientras comenzó a llorar. Brett y Eber se preocuparon, pensando que fueron demasiado precipitados al traerles el cadáver de su enemigo como ofrenda.  
Sin embargo, las palabras que les dijo les sorprendió aún más.  
- ¡Ay, mis pobres esposos! ¡Han sido heridos por mi culpa! 
- A todo esto, ¿cómo se encuentra, majestad? – le preguntó Brett - ¿No está herida?  
- Gracias a mi escolta, no resulté herida – respondió Panambi, mientras se secaba sus lágrimas – pero él si recibió el disparo. Por suerte no acertó en un punto vital, pero dudo que pueda usar una espada por un buen tiempo.  
La reina respiró hondo para calmarse. Todavía no podía creer que estuvo a punto de morir y que, a causa de su descuido, sus esposos terminaron por descontrolarse. Recordó que en el Instituto de las reinas le habían enseñado que una monarca no debía mostrarse vulnerable ante las situaciones límites, o los subordinados nunca la respetarían. Y todo era porque ella debía actuar como su eje, su referente y su guía, aquella figura cuya existencia les garantizaría seguridad y estabilidad en sus vidas.  
Sin embargo, pudo entender por qué los príncipes reaccionaron de esa manera. Ella sufrió un atentado y, en consecuencia, ellos decidieron vengarse. Eran de los pocos casos en que un esposo podía hacer lo que más consideraba correcto sin que su esposa interviniera en sus decisiones, debido a que su función era el de protegerla con su vida. Pero la cosa se complicaba cuando se trataba de una reina, debido a que solo ella tenía jurisdicción para decidir si aplicar o no la ejecución de un criminal.  
“Hay momentos en que debo aplicar mano dura a mis esposos”, pensó Panambi. “Pero hay veces en que debo ser gentil y complaciente. Ellos me salvaron la vida y demostraron su lealtad a la corona trayéndome al hombre que intentó matarme. Y por eso, hoy elijo darles una recompensa”  
Se acercó a Brett y le dio un beso en la mejilla, haciendo que éste se paralizara por completo. Luego, se acercó a Eber y repitió el mismo gesto. El pelirrojo, al principio, se mostró sorprendido. Pero, luego, ensanchó una amplia sonrisa y se ruborizó.  
A Zlatan y Uziel solo les dio un toque en sus mejillas, porque todavía eran muy jóvenes para esas demostraciones amorosas. Así, pudo observar que Zlatan cerró los ojos, relajándose por unos instantes. Uziel, por su parte, abrió la boca de la sorpresa y comenzó a gesticular palabras ininteligibles.  
Tras un breve silencio, Zlatan le preguntó:  
- ¿Esto lo aprendiste en el Instituto de las reinas?  
- Esto y mucho más, querido esposo – le respondió Panambi, con una amplia sonrisa – Si se portan bien, se los mostraré poco a poco.  
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Un carro iba conduciendo lentamente por entre el angosto sendero de un bosque. Se detuvo hasta llegar a un barranco y, de ahí, salió un hombre alto con un copete en su cabeza.  
El sujeto abrió el maletero del vehículo, sacó de ahí dos cuerpos de niños envueltos en telas y, sin ninguna contemplación, los arrojó al vacío. Una vez terminado su trabajo, se relajó fumando unos cigarros.  
En eso estaba cuando se acercó a él una mujer de cabellos azules, diciéndole:  
- Apestas.  
El hombre gruñó. Miró a la mujer con el ceño fruncido y le dijo:  
- Es el único momento en que puedo relajarme. ¡Piérdete, basura!  
La mujer, en lugar de ofenderse, ensanchó una amplia sonrisa y le dijo, en modo desafiante:  
- ¿Qué te pasa, Rudy? ¿Acaso te molesta que el jefe me haya reclutado?  
Rudy tardó en responder. Siguió fumando como si estuviese solo. Pero como la mujer seguía mirándolo fijamente, dio un bufido y dijo:  
- No confío en ti. Así es que te lo advierto: si te veo dando un paso en falso, te mataré.  
Tiró el resto del cigarro al suelo, subió al carro y se marchó, dejando a la mujer sola.  
Una vez que el vehículo estuvo bien lejos, la mujer bajó del barranco con cuidado, abrió los sacos y se encontró con los cadáveres de los niños, cuyas pieles estaban tan pálidas que competían con la blancura de la luna.  
- ¡Qué horror! – murmuró la mujer llevándose una mano en la boca - ¿Pero cómo se atreve a semejante atrocidad? Siento no haber podido salvarlos, niños.  
De inmediato, los identificó: estaban en la lista de los desaparecidos. Con esto, activó su dispositivo comunicador y envió el siguiente mensaje:  
- Señora, he logrado infiltrarme al grupo. Todavía no he podido ver el rostro del líder, pero hablé con él y apreció mis habilidades. Fue muy fácil, no se compara para nada con los antimonárquicos en sus tiempos de gloria.  
Instantes después, se proyectó la imagen de la condesa Yehohanan, quien recibió el mensaje y decidió responderla de inmediato.  
- Bien hecho, Azul. ¿Y sabes lo que planean?  
- Escuché de sus subordinados que planean instaurar un nuevo Orden, donde se aplique la ley del “más apto” para alcanzar la inmortalidad. No hay nada confirmado aún y, lamentablemente, todavía no pude localizar la base. En eso falta mucho para ganarme su confianza plena y que me revelen ese dato.  
- Haz lo posible por ganarla, Azul. Los chicos lo necesitan. Si encuentras algo más, contáctame de inmediato, no importa la hora que sea.  
- Entendido, señora. Sus deseos son órdenes.  
Cuando se cortó la comunicación, Azul tomó los cuerpos y los arrastró hasta su coche, oculto tras unos matorrales. De ahí, sacó dos costales de desechos y los situó en el mismo lugar donde tiraron los cuerpos. Luego, les prendió fuego y esperó a que el humo se elevara por el cielo.  
- Así no sospecharás de mí. ¿Verdad, Rudy? – murmuró la mujer, con una sonrisa – Ahora, llevaré esos cuerpos a la morgue para que los analicen.  
 




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