Los esposos de la reina

Capítulo 22. La naturaleza de los hombres

A la mañana siguiente, Brett decidió realizar su inspección. Eber quiso acompañarlo, pero el joven príncipe se negó diciéndole:  
- No querrás que nuestra esposa se quede sola. ¿O sí? Además, me acompañarán los caballeros Luis y Zafiro, así es que estaré bien.  
- ¿Es por lo que te dije ayer? – preguntó Eber.  
Brett no respondió a su pregunta. En su lugar, le dio un par de palmadas en el hombro y, con una media sonrisa, le dijo:  
- Que sea el esposo oficial de la reina no me hace ser su verdadero amor. Aprovecha mi ausencia para enamorarla y, quizás, prefiera otorgarte el rol de esposo favorito.  
- ¿Estás seguro, Brett? – preguntó Eber, mirándolo seriamente.  
- Nunca antes estuve seguro en toda mi vida.  
Eber tragó saliva. Aunque estaba dispuesto a todo para llamar la atención de la reina, también apreciaba a su hermano mayor. Y es que, desde que residieron en el país, éste siempre lo protegió de aquellos intrépidos sujetos que querían lastimarlos por sus orígenes.  
Pero, en lugar de seguir con el asunto, dirigió su mirada a los nobles caballeros y les dijo:  
- Asegúrense de que no le pase nada. No sabemos si hay algún “rarito” que se sienta atraído por su belleza y quiera “dominarlo”.  
- Si alguien se atreve a tocarlo, le cortaré las manos sin dudarlo, majestad – dijo Luis, mostrando una expresión sombría.  
Una vez que el trío se marchó, Eber se acercó a su esposa y decidieron mirar juntos el mapa del ducado. El príncipe pelirrojo miró a la reina y la percibió bastante preocupada por la situación. Supuso que aún temía por su vida, por lo que quiso hacer todo a su alcance para tranquilizarla.  
En un momento, dijo:  
- No creo que el tal Roger intente atentar contra usted, de nuevo. Ahora contamos con el doble de escoltas y un ejército propio. Y si no sale de esta mansión, no pasará nada. 
- Tienes razón, cariño – dijo Panambi, con una media sonrisa – a todo esto, ¿lograste reconciliarte con tu hermano?  
- Bueno… verás…  
- Sabes que aprecio mucho a los dos. Y me gustaría que no se pelearan por mi causa. Por eso, cuando regrese, quiero que te disculpes con él por faltarle al respeto siendo tu hermano mayor.  
- Si es lo que deseas, eso haré.  
Ambos mantuvieron silencio. Eber se arrepintió de haber sido duro con Brett el día anterior y pensó que nunca querría perderlo. Así es que se alejó unos pasos y dijo:  
- ¿Sabes? Pensándolo mejor, creo que también iré a patrullar… si me da permiso, esposa nuestra. 
Panambi se sorprendió por el repentino cambio de actitud de Eber. Pero, al final, mostró una amplia sonrisa y le dijo:  
- Permiso concedido. Pero ve con tus escoltas, por favor. Sé que eres fuerte, pero eres un príncipe y necesitas de mucha protección. Nunca lo olvides, mi lindo e hiperactivo esposo.  
“¡Me dijo lindo! ¿Será que le gusto?” pensó Eber, sintiendo un atisbo de esperanza en su corazón.  
De inmediato, se acercó a ella y le dio un rápido beso en la boca para, luego, marcharse con sus escoltas y buscar a Brett por el pueblo.  
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- Esto me recuerda a los viejos tiempos – dijo un animado Zafiro, mientras caminaba a espaldas de Brett - ¿Recuerda cuando estabas en peligro, majestad? ¿Y que nos suplicaste por protección a cambio de que no dañáramos a tu querido amigo plebeyo?  
- Nunca los supliqué, ustedes me obligaron a contratarlos como mis guardaespaldas – dijo Brett, frunciendo el ceño – Y mi “querido amigo plebeyo” es ahora un príncipe, les guste o no. Recuerden que está casado con la ex reina.  
- En verdad estamos en tiempos modernos – suspiró Luis – quien pensaría que esta nación tendría a una plebeya como reina. ¡Lo que es la democracia!  
Los tres estaban caminando por las calles vacías del pueblo. Notaron que algunas personas entraron en sus casas, sintiéndose recelosos por su presencia. Unos cuantos, que reconocieron al caballero Luis, atinaron a saludarlos. Y en ningún momento vieron a algún niño suelto, por lo que supusieron que en verdad se llevaron a una gran mayoría y prefirieron proteger a los pocos que quedaban prohibiéndoles salir de sus casas.  
- Esta será de las pocas veces que podré salir del palacio – dijo Brett, con un tono de tristeza en su voz – seguro que, cuando regresemos, apenas me dejaran siquiera dar vueltas por los alrededores.  
- ¿Ni siquiera te dejará visitar a tus parientes y amigos, majestad? – le preguntó Zafiro.  
- Supongo que dependerá del resultado de nuestra operación en este ducado – respondió Brett – si no pasa ningún percance, supongo que podré al menos ir a la Capital. Mi hermano mayor todavía sigue por ahí, pero regresará a su ducado eventualmente para corroborar que no surja ningún percance en sus tierras.  
- ¿Y si organiza alguna reunión, “princesa”? – le propuso Luis – Quizás algo parecido a esa fiesta de disfraces o, quizás, un club de lectura o una competencia de juegos de imágenes en movimiento…  
Mientras hablaban, llegaron a un callejón donde vieron a un grupo de cinco sujetos intimidando a un muchacho que no rozaría la edad de Uziel. Esto a Brett lo llenó de repulsión, ya que odiaba cuando la gente abusaba de su poder para lastimar a los más débiles y vulnerables del sistema.  
De inmediato, se acercó a ellos y les dijo:  
- ¡Déjenlo en paz!  
Los sujetos giraron sus cabezas y se quedaron sorprendidos al ver ahí al mismísimo príncipe Brett. Uno de ellos se acercó y estuvo a punto de extender la mano hacia él, cuando Zafiro se acercó y le apuntó con su espada, diciéndole:  
- Si tocas al príncipe, tocarás a la reina. Él ahora es su esposo y deberás respetarlo, te guste o no.  
Ante esto, los bandidos intentaron atacarlos, pero tanto Brett como Luis y Zafiro los derribaron fácilmente. El muchacho huyó del lugar y uno de los sujetos decidió perseguirlo. Brett notó esto y les dijo a sus escoltas:  
- ¡Separémonos y busquemos al que falta! ¡No permitamos que lastimen a ningún muchacho nunca más!  
- Estaremos cerca por si te pase algo, majestad – le dijo Zafiro.  
- Estaré bien, tendré cuidado – prometió Brett.  
Los tres se separaron para hacer su búsqueda de forma más rápida. Brett tenía en sus manos su dispositivo comunicador, así es que podía llamar a sus escoltas rápidamente si las cosas se ponían realmente jodidas.  
Dio la vuelta de la esquina y, esta vez, se vio acorralado por tres sujetos de aspecto intimidante y que lo miraban como si tuvieran deseos de devorárselo ahí mismo. El joven príncipe pudo notar que portaban armas blancas y, sumándole a que lucían muy fuertes, dedujo que debía prestar atención para evitar salir lastimado.  
Uno de ellos lo señaló y preguntó:  
- ¿No es uno de los esposos de la reina, que vino de visita?  
- ¡Sí! ¡Es él! – dijo un segundo, revelando una sonrisa retorcida - ¿Qué pasa? ¿Te perdiste?  
- ¡Ven aquí, guapo! – dijo un tercero - ¡Te vamos a cuidar muy bien!  
Brett se puso en posición de defensa. Lamentó estar desarmado, pero, aun así, no estaba dispuesto dejar que esos sujetos lo sometieran.  
- Por favor, déjenme en paz – les pidió Brett, manteniendo el tono de su voz – Si no…  
- ¿Si no, qué? – le desafió el tercer sujeto, tomándolo de la muñeca - ¿Llamarás a tu mami? ¡Ni te nota! Ja ja ja.  
Esto rebasó el límite de su paciencia.  
El joven príncipe giró y le pateó a un costado, logrando así soltarse de su agarre. Los otros dos sujetos extendieron sus cuchillos hacia él, pero consiguió esquivarlos fácilmente. El bandido a quien logró derribar le hizo zancadillas y consiguió echarlo al suelo. Ahí, los demás lo tomaron de los brazos, inmovilizándolo.  
Su contrincante se colocó encima de él, tomándolo de las piernas y levantándolas hacia arriba. Brett intentó patearlo, pero las extendió de tal manera que no consiguió derribarlo. Estaba completamente a su merced.  
Con su cuchillo, le rasgó la parte superior de su camisa, descubriéndole su torso. Ante esto, dio un silbido y dijo:  
- ¡Guau! ¡Casi pensé que eras una mujer disfrazada de príncipe! Pero bueno, no soy prejuicioso. ¿Sabes, joven? Siempre soñé con ultrajarle a la reina Jucanda, pero como está muy lejos, me conformaré contigo.  
- ¿A qué te refieres? – dijo Brett, palideciendo ante su situación.  
El sujeto no respondió y, en su lugar, procedió a rasgarle la parte inferior de su traje, hasta dejarlo en ropa interior. Ante esto, Brett comenzó a gritar por auxilio, pero uno de sus captores le tapó la boca y presionó aún más sus brazos.  
“¡No! ¡Déjenme en paz! ¿Es esto lo que me merezco por ser hijo de la reina Jucanda?” pensó Brett, lamentando su triste destino.  
Ya cuando creía que no tendría salvación, vio que tres sombras arremetieron contra los tres sujetos, quedando así completamente libre.  
Brett se levantó y se topó con Luis y Zafiro. Pero aún más grande fue su sorpresa al ver que, también, se encontraba con ellos Eber.  
- ¡Brett! ¿Qué te hicieron? ¿Acaso esos sujetos te han…? – comenzó a decir Eber, pero Brett le dijo:  
- No. Por suerte llegaron a tiempo.  
- ¿Cómo se atreven a tocarlo, desgraciados? – bramó el caballero Luis, cortándole la mano a uno de ellos.  
- ¡Esperen! ¡No los maten! – dijo Brett - ¡Debemos llevarlos ante la reina!  
- Entendido, majestad.  
Eber se acercó a Brett y le prestó su saco para que se cubriera su desnudez. Luis y Zafiro amarraron a los sujetos y comenzaron a golpearlos sin parar. El joven príncipe se sentía humillado y, de inmediato, se llevó los cabellos hacia adelante para cubrirse su rostro, mientras decía:  
- En verdad mi belleza solo me trae problemas. Si no llamara tanto la atención…  
Su hermano, inesperadamente, le dio un abrazo y le dijo:  
- Por favor, perdóname por faltarte el respeto ayer. Si no lo hubiese hecho, habría ido contigo en lugar de quedarme con nuestra esposa.  
Brett, poco a poco se calmó. Luego, lo miró y le preguntó:  
- ¿Y por qué no te quedaste con ella? Pudiste aprovechar la oportunidad para ganarte su corazón.  
- ¡Vamos, hombre! ¡Que me divierto más luchando contra sujetos malos! Además, ¿quién evitará que te rompas por tropezarte con una piedrita si te dejo por ahí a tus anchas?  
Esta vez, Brett no se molestó por el comentario de su hermano menor. Sabía que Eber, de alguna forma, quería actuar como su apoyo y, por eso, siempre buscaba la forma de que lo percibiera como un igual y no como “uno de los pequeños que debía proteger”.  
Poco después, los cuatro arrastraron a los bandidos hasta la mansión, en donde les esperaba la reina. Ésta, al ver a Brett semidesnudo y humillado, montó en cólera y ordenó a Eber:  
- ¡Asesina a estos hombres! ¡Es una orden!  
Los ojos de Eber se iluminaron y, sin ningún atisbo de duda, los degolló al instante.  
- ¡No! ¡Piedad!  
Pero Eber no los escuchó. La sangré se esparció por su rostro, ausentando así la frialdad en su mirada.  
Cuando terminó la ejecución, Panambi se acercó a Brett y le dijo:  
- Cuando regresemos al palacio, tendré que castigarte. ¿Cómo pudiste dejar que te tocaran? ¿Qué acaso los chicos no pueden controlarse ni un segundo?  
- L… lo siento – murmuró Brett, mientras su rostro se ensombrecía.  
Tanto Eber como Luis y Zafiro no evitaron mostrarse inconformes por la actitud de la reina quien, en lugar de consolar a su esposo recién humillado, lo repudia y lo castiga por algo en lo que no tiene culpa alguna. Pero Panambi, absorta en su ira, no estaba dispuesta a dar el brazo a torcer.  
Recién pareció recapacitar en lo que dijo cuando vio que Brett, inesperadamente, se desmayó en los brazos de Eber.  
- ¡Por la Diosa! ¿Qué sucedió? – dijo Panambi, llevándose ambas manos en la boca.  
- El príncipe Brett es un chico enfermizo – recordó el caballero Luis, mostrando una sonrisa de nostalgia – no puede estar expuesto así por mucho tiempo porque se resfría con facilidad. ¿De verdad lo castigarás estando en ese estado? 
- Es raro que cuestiones a una reina, Luis – dijo Zafiro – pero estoy de acuerdo. En todo caso, castíganos a nosotros por no evitar que esos bandidos intentaran abusar de él cuando hacíamos nuestro patrullaje.  
Panambi tragó saliva. Aunque Brett mostraba un total desprecio hacia sus escoltas, éstos en verdad lo defendían a sus espaldas. Era tanta la lealtad que sentían por él que estaban dispuestos a apoyarlo en sus decisiones, siempre y cuando éstos no conllevaran el riesgo a su integridad.  
Al final, dio un ligero suspiro y, mirándolo a Eber con súplica, le pidió:  
- Llévalo a mi dormitorio. Cuidaré de él hasta que dure nuestra estadía en el ducado.  
- Sí, esposa nuestra – dijo Eber, esta vez, manteniendo una expresión neutra.  
Y mientras Eber llevaba a Brett a la habitación donde se hospedaba la reina, ésta se quedó a conversar con Luis y Zafiro para que le explicaran bien lo que sucedió durante su patrullaje.  
 




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