Los esposos de la reina

Capítulo 23. El cuidado de una esposa

La reina Panambi decidió cuidar personalmente de Brett. Mandó preparar una sopa y, mientras el joven dormitaba, ella se encargó de cubrirle la frente con una toalla húmeda para bajarle la fiebre.  
Cuando Brett abrió los ojos, Panambi lo tomó de la mano y le preguntó:  
- ¿Cómo te sientes ahora? 
- Débil – respondió Brett – me duele la cabeza.  
- Ya traerán la sopa para que puedas comer – explicó Panambi – primero debes alimentarte para tomar la medicina.  
La cara de Brett se coloreó. Aunque era por efecto de la fiebre, también se sentía avergonzado de ser cuidado por su esposa. Recordó que, de niño, era el más enfermizo y siempre terminaba resfriándose ante cualquier ventisca fresca. Cuando se mudaron a la mansión de la condesa Yehohanan, sus resfríos fueron menos frecuentes y hasta se volvió más fuerte. Pero aún así, trataba de cuidarse porque no quería preocupar a sus seres queridos ni que sus hermanitos lo tomaran como alguien frágil, que nunca podría cuidarlos.  
- Debería estar con Eber, haciendo patrulla. No aquí – lamentó Brett.  
- Recuerda que aún estoy enfadada contigo – le dijo Panambi, inflando las mejillas.  
- Si estás molesta, ¿por qué me cuidas?  
- ¡Porque soy tu esposa! ¿No es ese el deber que me corresponde?  
Brett no respondió. En su lugar, cerró los ojos y comenzó a parpadear rápidamente, en un vano intento de mantenerse despierto.  
Una sirvienta entró, trayendo un plato de sopa encima de una bandeja. Lo colocó sobre el regazo de Brett y se marchó, dando una reverencia. El joven tomó una cuchara y dio un sorbo, sintiéndolo muy insípido. Pero como su esposa lo miraba fijamente, no tuvo otra opción más que tomarla toda.  
Cuando terminó, la reina le pasó la medicina. Éste la aceptó y se tragó las pastillas, haciéndolas pasar con un vaso de jugo. Luego, se cubrió con la sabana hasta la mitad de su cara y, mirándola, le dijo:  
- Aunque seas mi esposa, eres una reina. No deberías cuidar de mi personalmente.  
Repentinamente, Panambi soltó una risita. Pero no parecía de alegría, sino de nostalgia. Tras dar un ligero suspiro, le dijo:  
- No pertenezco a la nobleza. Mis padres eran carpinteros, pero no me quejo. Eran personas muy trabajadoras y tuve una infancia muy feliz, sentía que nunca me faltaba nada. Pero entonces saquearon mi pueblo. Al principio culparon a los antimonárquicos, pero luego descubrimos que eran otro tipo de criminales que se hacían pasar por ellos. Y eso sucedió precisamente el entonces príncipe Rhiaim se alió con la princesa Abigail para recuperar las colonias del Oeste tomada por los antimonárquicos.  
La reina hizo una larga pausa y se frotó los ojos con una mano. Dio otro largo suspiro y continuó:  
- Por eso, Brett, aunque ahora sea una reina, mis orígenes son completamente diferentes al tuyo y al de tus hermanos. En otras circunstancias, ni siquiera habría coincido. O, quien sabe, te estaría sirviendo como tu dama personal.  
Brett bajó las sábanas y se incorporó. Todavía no podía creer que Panambi le contara sobre su vida, pero parte de él se conmovió por saber más sobre ella. Aún así, la reina todavía demostraba ser ignorante sobre la situación que pasaban los nobles y miembros de la realeza en los reinos vecinos. Si bien en la nación del Sur los hombres nobles gozaban de mayor poder y autonomía, en el reino del Este eran vistos como herramientas y, de vez en cuando, le otorgaban algún pequeño beneficio por un servicio hecho a la corona. Los príncipes eran otro cantar ya que, aún estando en una posición envidiable por los chicos, no tenían poder ni autonomía. La única excepción fue Rhiaim quien, incluso, logró fomentar iniciativas para que los chicos tuviesen una mejor calidad de vida en el país. La única forma que tenía un príncipe de trascender era si le otorgaban un título de duque, pero, aún así, sus movimientos eran completamente monitoreados por la reina.  
- Mi madre nunca cuidó de mi – comenzó a recordar Brett, en voz alta – Bueno, teníamos suficientes sirvientes, médicos y enfermeros que nos atendían por si nos pasaba algo. Pero ella no se encargaba de nosotros personalmente. Incluso actuaba como si le molestara nuestra presencia. Las únicas veces que compartíamos algo era en nuestros cumpleaños y en algún que otro evento especial… o cuando nos castigaba por algún error cometido.  
Panambi no evitó sentir lástima por Brett y sus hermanos. Si bien ellos nacieron en cuna de oro y con una amplia cartera de servidores que velaban por su salud, les faltó el cariño de sus padres. Así es que todos los príncipes adquirieron diferentes mecanismos de defensa para lidiar con esa situación. Y si bien ya llevaban diez años en la nación del Sur, éstos se amoldaron en sus personalidades y los llevaron a ser lo que eran en el presente.  
Tras una breve pausa, Brett le preguntó:  
- ¿Qué tipo de castigo recibiré, esposa? ¿Volverá a encerrarme? ¿O seré azotado por ti?  
Panambi tardó un rato en responder. Al final, le dijo:  
- Por ahora descansa. No pienses en nada más que recuperarte.  
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Cuando Brett se quedó dormido, Panambi aprovechó para hablar con la duquesa Sofía sobre los sujetos que quisieron ultrajar al príncipe.  
Tras investigar si portaban algún documento, y verificar sus rostros, el oficial a cargo les dijo:  
- Creemos que provienen de un pueblo vecino. No sabemos cómo se infiltraron aquí, pero hemos recibido informes de que muchos chicos han sufrido de estupro en ese lugar. Así es que estamos averiguando si hay algún hueco que nos faltó para reforzar la seguridad.  
- Tampoco hay que descartar que sean responsables de la desaparición de los niños – dijo la reina Panambi - ¡Ay, por la Diosa! ¡Fui muy precipitada al mandar ejecutarlos!  
- Hiciste lo correcto – la apoyó Sofía – yo también habría hecho lo mismo si dañaran a mi esposo o a mi hijo. La ley no contempla la protección de los hombres en estos casos, así es que nos queda a nosotras encargarnos por cuenta propia. A todo esto… ¿Cómo se les ocurren atacar a un príncipe? ¿Y más si es de otro reino? ¿Acaso buscan provocar otra guerra?  
Panambi suspiró. En verdad que había montado en cólera al ver cómo regresó Brett. Por eso, le sentaba mal castigarlo, pero debía hacerlo si quería controlar a sus esposos y a su reino.  
- Por ahora lo dejaremos a cargo del caso, oficial – le dijo Panambi al hombre – averigua más sobre estos sujetos, quienes son sus parientes o a qué se dedican. Una vez terminado, puede proceder a quemar sus cuerpos.  
- Sí, su majestad. La tendré al tanto.  
Cuando el oficial se marchó, Panambi decidió contactar con la duquesa Dulce para saber si ya habían llegado con sus esposos adolescentes al ducado de Jade. Por suerte la mujer la atendió enseguida.  
- Buenos días, Dulce. ¿Qué tal va por ahí?  
- ¡Majestad! ¡Buenos días! -  le respondió la duquesa – ¡Sus esposos son tan encantadores! Uno de inmediato ya se fue a la biblioteca y otro, a recorrer la ciudad.  
- Ah, ya veo. Me alegra que quieran aprovechar. Solo espero que no se distraigan. Quería saber cómo va el caso de las desapariciones en tu ducado. Aquí, en el ducado de Celeste, estamos en un callejón sin salida.  
- Bueno, las desapariciones ocurren después de clases – respondió Dulce – aquí, los niños burgueses y plebeyos van al colegio y, cuando termina el horario escolar, suelen ir al parque o al mercado.  
- Ya entiendo. En ese caso, si conozco a mis esposos, estoy segura de que irán a esos sitios. Solo espero que Zlatan no pase tanto tiempo en la biblioteca.  
- El príncipe Zlatan es algo… peculiar. Siento que ve los libros como una forma de acceder al mundo. Es muy distante y le cuesta socializar, pero de alguna forma desentraña su entorno a través de datos e información. Me gustaría poder averiguar lo que pasa en su mente para apoyarlo. ¡Oh, disculpa mi atrevimiento! Es solo un presentimiento, pero estoy segura de que lo conoce mejor que yo.  
- Has dado en el clavo. Seguro que, en la biblioteca, podrá despejar su mente para resolver ese caso. Lo mismo pasó con los comunicadores. ¿No fue un libro que lo ayudó a encontrar la respuesta? En cuanto a Uziel… ¿Ha salido con su escolta? ¡A ese chico no hay que sacarle los ojos de encima!  
- Sí, el príncipe Uziel prometió que estaría con su escolta y se portaría bien.  
- Aún así, sigo preocupada. Si pasa algo, avísame de inmediato.  
- Entendido, su majestad.  
Cuando cortó la comunicación, Panambi recibió otra llamada. Esta vez se trataba de la condesa Yehohanan. La reina supuso que querría hablar con sus cuñados, así es que decidió atenderla. 
- ¡Buenas tardes, condesa! ¿Se le ofrece algo?  
- Así es, su majestad – le respondió Yehohanan – intenté comunicarme con Brett, pero no me responde. ¿Le sucedió algo?  
- Solo tiene un resfriado – dijo Panambi – es extraño que no le haya respondido. Normalmente, suele ser muy eficiente en ese tema.  
- Ah, no se preocupe. Si está enfermo, suele ignorar mis llamadas. Él… prefiere ocultar sus problemas, queriendo resolverlo por su cuenta. Me dijo que lo hacía para no preocuparnos, pero solo logra lo contrario: aumenta nuestras preocupaciones por no saber cómo apoyarlo. Por eso le pido, su alteza, que no sea dura con él si la esquiva. Necesita de mucha paciencia para entenderlo.  
Panambi recordó que Brett se sintió muy incómodo cuando ella lo cuidó hacia unos instantes. Pensó que todavía no confiaba lo suficientemente en ella para abrirle su corazón, por lo que se propuso de buscar alguna forma de aumentar esa confianza sin ser tan invasiva en su privacidad.  
- A todo esto, también le contacto por otra cosa. Tengo una información importante que revelarle sobre el caso.  
- Ah, sí. Es cierto que usted gestiona una red de espías muy eficientes. ¿Estás apoyando a tus cuñados desde la distancia?  
- Así es. No puedo evitarlo. Rhiaim y yo sabemos que ellos serán capaces, pero es por eso que no pensamos dejarlos solos en esto. Y según lo que me dijo una espía que logró infiltrarse en el grupo de Roger con éxito, halló una posible base en el ducado de Celeste.  
- ¡Sí! ¡Es en donde estamos ahora!  
- Bien. Según el informe, debe haber una cueva oculta en el medio del bosque. Ahí esconden a los niños y, cada tanto, los visita Roger usando un sendero subterráneo para no ser detectado por los radares anti intrusos. Ese sendero tiene una salida a otro lugar que no conseguimos identificar, pero se cree que conecta a la base central de Roger.  
- ¡Camino subterráneo! ¡Eso es! ¡Gracias por su aporte, condesa! ¡Sin duda será recompensada!  
- La única recompensa que necesito ahora es saber que mis niños están bien y son felices en su nueva vida. Para el resto, le seré fiel a la corona. Espero que logren resolver este caso. Me despido, su alteza.  
Y se cortó la transmisión.  
De inmediato, Panambi contactó con Eber para explicarle sobre la nueva información proveída por la condesa. Por suerte, éste respondió y escuchó atentamente. Cuando terminó de hablar, Eber le dijo:  
- Sospecho que instalaron antenas antirradares y, quizás por eso, no los localizan los drones. Los nuevos modelos de esas antenas están hechos para resistir cualquier tipo de superficie y no necesitan ningún motor de alimentación. O, al menos, eso me explicó un técnico del pueblo que se dedica a reparar dispositivos comunicadores. Ja ja ja.  
- ¡Jah! ¡Casi me asustaste! Creí que hablaba con Zlatan.  
- Puede que no sea tan listo como Zlatan o tan reflexivo como Brett – dijo Eber, con un tono serio – pero capto rápido las cosas y soy el más fuerte de los cuatro. Por eso, querida esposa, desearía que me pasaran una ubicación aproximada de esa cueva para ir inmediatamente con mis escoltas.  
- Sí. Te lo pasaré en un momento cuando hable con la duquesa – dijo Panambi – pero, por favor, no te metas en peligros innecesarios. Ya de por si es agotador cuidar de un esposo. ¡No quiero tener que cuidar de ti también!  
- Debió pensar en eso antes de casarse con los cuatro. ¿O no sabes que los hombres siempre les damos problemas? Ja ja ja.  
- Sabes que puedo castigarte por tu osadía.  
- Si el castigo lo hace en la cama, tomaré ese riesgo, querida esposa.  
Panambi imaginó que Eber, en esos momentos, tenía una sonrisa traviesa en el rostro. No evitó sonrojarse ante la extraña imagen que le vino en la mente, de ellos dos en situaciones indecorosas en la cama.  
“¿Cómo pueden ser tan diferentes?”, pensó Panambi, mientras comenzó a sentir un extraño calor recorrer su cuerpo. “Y, a la vez, todos tienen una cosa en común: ¡Me causan muchos problemas!”  
- Bueno, dejemos esta charla innecesaria y centrémonos – dijo Panambi, aclarando la garganta – la idea es que puedan rescatar a los niños y destruir esas antenas (si los hubiera) para mandar a los guardias de la duquesa a capturar a los bandidos que se encuentren ahí. Y, si es posible, bloquear el acceso subterráneo para que no vuelvan a transitar por ahí nunca más. ¿Puedes hacer todo eso sin llamar tanto la atención ni arriesgar tu cuello, querido esposo?  
- Lo haré, esposa nuestra.  
- ¡Bien! Por cierto, Brett se encuentra mejor. Ya conseguí que le bajara la fiebre. Así es que, al menos por él, cuídate. Está muy preocupado por ti.  
Hubo una breve pausa. Parecía que Eber estaba reflexionando sobre las palabras de la reina. Al final, dio un ligero suspiro y le dijo:  
- Cuando se recupere, dale un golpe de mi parte. Él no se atrevería a defenderse de ti, pero conmigo siempre actúa de forma brava, ja ja ja. No la defraudaré, esposa, le traeré a los niños sanos y salvos. ¡Hasta pronto!  
Cuando se cortó la comunicación, Panambi se sorprendió por el repentino cambio de actitud de su esposo pelirrojo. Eber tenía una forma peculiar de lidiar con las cosas y, aunque no lo aparentaba, en verdad apreciaba a su hermano. Luego, habló con la duquesa Sofía y ésta se quedó sorprendida ante el dato.  
- Sí. En efecto, hay pequeñas grutas en el bosque, pero… ¿senderos subterráneos? ¿Desde cuándo?  
- Recuerda que en el Instituto de las reinas nos dijeron que solían construirse esos senderos en tiempos antiguos – explicó Panambi – pero la mayoría quedaron al olvido. Y quizás éste sea uno de ellos.  
- Bueno, puedo proveerle de la ubicación de algunas grutas que conozco. Después, ya dependerá de la intuición de su esposo.  
Una vez proveído el dato, Panambi se lo envió a Eber y decidió regresar a la habitación de Brett. Éste seguía dormido, por lo que decidió contemplarlo, sentada en una silla.  
Brett tenía la cara pálida, la cual resaltaba aún más con sus oscuros cabellos. Y el sonrojo de sus mejillas lo hacían lucir como un ángel ante los ojos de la reina.  
La joven no evitó extender su mano y retirarle algunos mechones de pelo en su cara. Éste movió los párpados, como si intentase despertar. Pero siguió sumergido en el mundo de los sueños.  
“¿Qué puedo hacer para que confíes más en mí, amado esposo? ¿Por qué siempre tiendes a menospreciarte, cuando eres un chico adorable y cariñoso? No creo que seas menos que tus hermanos. Al contrario, ellos te ven como un ejemplo a seguir y estarán contigo en las buenas y en las malas. Si te pasa algo, será difícil controlarlos. Por eso no me queda de otra que ser dura contigo para evitar que sufras algún daño por tu imprudencia”.  
Brett abrió los ojos y giró la cabeza. Al encontrarse con Panambi, mostró una media sonrisa y le dijo en voz baja:  
- Buenas tardes, querida esposa. Ya me siento mejor.  
- Me alegra poder oír eso – dijo Panambi, acariciándole sus cabellos – te besaría, pero no quiero contagiarme.  
- Cuando me recupere, podrás hacer más que eso.  
Eso sorprendió a Panambi, ya que no esperaba que estuviese dispuesto a entregarse aún siendo inexperto y tras su desafortunado enfrentamiento contra esos maleantes.  
Sin embargo, el joven príncipe tenía un objetivo oculto:  
- Si dejo que hagas de mi cuerpo lo que quieras, ¿dejarás de castigarme?  
Panambi no evitó reírse ante esa pregunta. Volvió a tocarle sus cabellos con sus dedos y le respondió:  
- ¿Acaso buscabas experiencia allá afuera?  
- No es eso – Brett infló las mejillas – es que… debido a las leyes, ya es muy raro los casos en que se abusen de las mujeres. Así es que… bueno… sé que mi rostro es bastante peculiar y eso suele ocasionarme problemas. Pero le puedo asegurar que solo dejaré que usted me toque. Si acepta, ¿será condescendiente conmigo?  
- Lamentablemente, no te librarás del castigo. Pero no seré severa, siempre que te portes bien y te calmes. 
Brett dio un ligero suspiro, resignado. Luego, se incorporó hasta quedarse sentado en la cama, revisó su dispositivo comunicador y entró en pánico cuando se dio cuenta de que tenía varias llamadas perdidas.  
- ¡Oh, no! ¡Me quedé profundamente dormido! – lamentó Brett.  
- Tu tía me llamó – le dijo la reina – solo quería saber cómo estabas.  
- Espero que no le haya dicho que me enfermé.  
Panambi esquivó la mirada. Brett palideció aún más al saber que la condesa sabia de su estado.  
- ¡Oh, no! ¡Ahora le dirá a mi hermano mayor y él dejará sus labores para visitarnos! ¡Será una pesadilla! ¿Y luego que sigue? ¿Qué llame a Aaron y Abiel también? ¡Aaah!  
El joven príncipe se tapó la cara con ambas manos. Panambi dio un ligero suspiro, ya que era consciente de que Brett no quería preocupar a sus seres queridos. Sin embargo, viéndolo caer en una vana desesperación, le dio deseos de arriesgarse para fastidiar aún más su ya confundida mente.  
Así es que, decidida, lo tomó de las muñecas, las separó de su cara, se inclinó y le dio un rápido beso en su boca.  
- Bien. Ahora relájate. Dijiste que podía hacer de tu cuerpo lo que quisiera, ¿No? Nada más no te arrepientas luego.  
La mente de Brett hizo un cortocircuito y, de inmediato, su cara se tornó roja como un tomate, terminando por desmayarse de la impresión.  
- ¡Brett! ¿Qué te sucede? ¿Brett? ¡Brett! ¡Oh, por la Diosa! ¡Ya lo maté!  
 




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