Los esposos de la reina

Capítulo 31. El esposo bueno

  • Mi esposa se está tardando.

Eber se pasó varias horas preparándose para su noche con la reina. Retocó el tinte de su cabello, adquiriendo así un tono más rojizo y brillante. Y, con ayuda de un par de sirvientes, se exfolió la piel con pócimas especiales para tenerla bien suave y tersa.

Cuando llegó la noche, se vistió con su pijama y se acostó en la cama, pensando en muchas cosas para poder distraerse. Y ya cerca de las once de la noche, escuchó que alguien golpeaba la puerta.

  • Adelante.

La reina entró. Eber se sentó en la cama y, al verla con unas profundas ojeras acompañada de unas manos manchadas con tinta, se tapó de inmediato la boca para evitar hacer cualquier comentario indebido. Sin embargo, Panambi debió percatarse de cómo lucía porque, de inmediato, mostró una sonrisa incómoda y dijo:

  • Lo siento, querido esposo. No tuve tiempo de prepararme. En cambio, tú…
  • Ha de ser agotador ser una reina – dijo de inmediato Eber – no es necesario que se preocupe por eso. Para mí, siempre seguirás siendo hermosa.

Panambi no evitó reírse ante el halago. Supuso que Eber asimiló bien sus lecciones de príncipe para actuar de buena forma en la intimidad, lo cual le daba un aire tierno bajo esa fachada de hombre fuerte y valiente.

Se acercó, subió a la cama y, tomando el mechón de pelo de su esposo pelirrojo, le dijo:

  • Estás hermoso. Tus cabellos parecen llamaradas de fuego que reflejan tu fuerza y valentía.

Eber sonrió, ya que consiguió su objetivo.

Se hizo a un lado para que Panambi se acostara. Cuando ella se arrodilló sobre el colchón, él le dijo:

  • Debe estar cansada. No me molestaría que prefiera dormir esta noche en mi cama.
  • ¿Pero qué dices? – Panambi volvió a mostrar una sonrisa de culpa – Solo nos veremos una vez por semana. Además… todavía te falta continuar con ese beso interrumpido a la mitad. Ya que habías propuesto extender nuestro encuentro, presiento que planeabas ir más lejos. Así es que muéstrame lo que sabes hacer.

Eber tragó saliva. Desde su percepción, Panambi era una mujer frágil, a quien podría romper con facilidad si hacía algún movimiento brusco. Pero verla ahí, rogándole por su afecto, lo llenó de deseos de cumplir con su petición.

La tomó de los hombros y la hizo acostarse, boca arriba, sobre el colchón, quedando él encima.

  • Por favor, esposa mía. Deja que yo me encargue de todo – le dijo Eber, con los ojos ansiosos – la desvestiré de a poco y la tocaré donde pueda sentir placer.
  • Pero… ¿No te desvestirás también?
  • Lo haré consecutivamente – respondió Eber, guiñándole un ojo mientras le acariciaba el rostro – Estás cansada, ¿verdad? Trataré de hacer esto rápido y dejaré que duermas sobre mi brazo. Si lo deseas, hasta puedo cantarte para que duermas tranquila.
  • ¿Sabes cantar?
  • No es por presumir, pero de los hermanos, soy el que tiene la mejor voz para el canto.

Panambi sonrió y, asumiendo con la cabeza, aceptó la petición de su esposo pelirrojo.

Eber procedió a retirarle la pechera circular que solía lucir en su trabajo. Esta vez, llevaba un vestido que se desprendía por delante, así es que descorrió el cierre, lo abrió y lo bajó lentamente. Una vez que estuvo en ropa interior, él procedió a sacarse la parte superior del pijama.

  • Guau – dijo la reina.

Eber se encontraba con el torso desnudo. Era igual de delgado que Brett, solo que tenía la piel más bronceada, como si se hubiese expuesto horas al sol. El joven tomó las muñecas de la reina, apoyó sus manos sobre sus pectorales y le dijo:

  • Puedes tocarme.

Panambi recorrió su pecho con las manos. La piel de su esposo lucía suave, lo que le hizo preguntarse cuántas horas se la pasó exfoliándose para lucir impecable. Y aún así, lo dejó esperando por largo rato.

  • ¿Debería usar el mismo producto? – se preguntó la reina, en voz alta – Mi piel no luce tan suave como la tuya. ¡Me siento tan acomplejada!

Eber le acarició por los costados, pasó por sus caderas, subió al abdomen y llegó hasta sus pechos. Los sintió pequeños, pero le gustaron. Panambi mostró un ligero sonrojo, el cual le encantó.

  • Para mí, está bien tu piel, esposa mía – le dijo Eber – es perfecta tal y como eres. Lo digo en serio.

Luego, se acercó más y la besó. Al inicio fue un leve rose y, poco a poco, lo fue profundizando. Panambi le rodeó el cuello con sus brazos y lo acercó aún más. Eber sintió eso y no evitó abrir los ojos de la sorpresa.

“Aún en esta posición, ella tiene el control”, pensó Eber. “A pesar de que soy un ser irracional, puedo controlarme y evitar hacerla daño. Porque es mi esposa, mi reina, la mujer de mis hermanos y nuestro eje”.

Se separaron por breves instantes. Eber bajó para besarle el cuello, causándole gemidos de placer. Luego, bajó hasta sus pechos, sacándole el sostén y besándolos con delicadeza. Panambi se rió, ya que sus besos le hacían cosquillas.

En un momento se detuvo. La contempló breves instantes y le dijo:

  • Puedes pedirme que me detenga si se encuentra cansada.
  • Continua. Estaré bien – le aseguró Panambi – Soy más resistente de lo que aparento.

Eber sonrió. Solo en momentos como ese es que un hombre podía someter a una mujer, siempre que ésta le diera permiso. O al menos, eso era lo que creía hasta que la tuvo en sus brazos.

“A Panambi le gusta que la sometan”, pensó Eber, sin dejar de besarla por todo el cuerpo. “Pero a pesar de su entrega, nunca podré ser dueño de su corazón. Ella es esposa de los cuatro y siente especial cariño por Brett, así es que no queda de otra más que compartirla. Pero no importa, mientras nos cuide y nos proteja, estaré bien con eso”. 

La pasión duró por unos instantes. Y es que, a pesar de estar disfrutándolo, Panambi en verdad se sentía muy cansada. Es por eso que, cuando llegaron al momento cumbre del coito, ella se apoyó sobre el brazo de Eber y, mientras mantenía los ojos cerrados, le dijo:

  • Hablé con tu tía, la condesa Yehohanan, y hemos descubierto algo que sospechábamos desde hace un rato. Temo decirte que Roger está apuntando hacia las reinas.
  • ¿Por qué dices eso? – le preguntó Eber, sin dejar de acariciarle los cabellos con su mano libre.
  • Es por el informe que la espía de la condesa le envió tras conseguir ganarse su confianza con Roger. Sé que tu madre, la reina Jucanda, está bien protegida en su palacio, pero ustedes no. Y es por eso que espero que me comprendan si me pongo severa con ustedes. No quiero que Roger los use para atrapar a una reina extranjera y logre su objetivo.
  • Sería precipitado llegar a esa conclusión – dijo Eber – Además, no debe preocuparse por nosotros. Somos muy fuertes, sabemos defendernos.
  • Ese es el problema de los hombres. Como son muy fuertes, se confían y terminan metiéndose en problemas. Como soy su esposa, debo cuidar de todos ustedes y velar por la salud de mi suegra, aún cuando no siento simpatía por ella. Esta vez no lo hago para “controlar” las acciones de la reina Jucanda sino para proteger a mi familia.




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