Cuando llegaron al palacio, los soldados colocaron a los príncipes delante del trono. La reina Panambi tuvo un atisbo de compasión al verlos sometidos de esa forma. Pero debido a la etiqueta, permaneció con su expresión neutra mientras se preparaba a dictar sentencia.
El capitán, doblando una rodilla al suelo e inclinando la cabeza, le dijo:
La reina hizo una pausa y dirigió su mirada a Brett, quien tenía una expresión vacía. Respiró hondo y dijo:
Los guardias tomaron a los príncipes de sus cinturas y procedieron a llevarlos a sus habitaciones. Brett y Zlatan se mantuvieron calmados, como si estuviesen absortos en sus mundos internos. Eber y Uziel siguieron forcejeando, pero en vano. Y ya cuando estaban por los pasillos, escucharon el grito del muchacho a lo lejos:
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Aun siendo cerca de las diez de la noche, la reina Panambi siguió en su oficina firmando documentos. Su rostro se veía demacrado y sus ojeras enmarcaban sus ojos como un antifaz. También, tuvo que contactar con la condesa Yehohanan para que se encargara ella misma de rescatar a Rhiaim y Aurora y, a su vez, enviar un mensaje a la reina Jucanda explicándole la situación, a la par de que le aseguró que los príncipes estaban a salvo dentro del palacio.
La reina del Este respondió, diciéndole:
“Bueno, es claro que ella solo le importa si sus hijos aún respiran”, pensó Panambi. “Pero, aún así, debo tener cuidado. No sé hasta qué punto tenga control sobre la situación. ¡No dejaré que se los lleve de mi lado!”
Poco después, escuchó un barullo a las afueras de la oficina. Panambi salió a ver qué sucedía y se encontró con el caballero Luis golpeando salvajemente a uno de los soldados que se encargó de traer a los príncipes al palacio.
Luis giró la cabeza y la miró con una furia tal que la reina palideció. De inmediato, ella mandó que cuatro guardias lo detuvieran. Y mientras el caballero del Oeste era contenido por los soldados, señaló a la reina con el dedo y le dijo:
De inmediato, el capitán se acercó, hizo una reverencia a la reina y dijo:
Poco a poco, los ojos de Panambi se humedecieron ante tales palabras. De nuevo se dejó llevar por la ira y la presión que la Corte le ejercía desde hace tiempo, haciendo que sus esposos se volvieran a exponer al peligro por su propia mano. Sin poder resistir más, comenzó a llorar y tambalearse, siendo sujetada de inmediato por su dama de honor.
La monarca respiró hondo una y otra vez, hasta lograr serenarse. Estaba hecha un manojo de nervios y, en esos instantes, no sabía bien qué hacer. Pero el capitán la hizo regresar a tierra con una sencilla pregunta:
Panambi se llevó una mano al mentón, a modo pensativo. Se preguntó si de verdad no se sobrepasó con sus esposos al humillarlos de esa forma, delante del trono e ignorando sus propias jurisdicciones que es el de servir como apoyo a la corona. Su corazón dio un vuelco al pensar que, posiblemente, se estaba volviendo igual que la reina Jucanda al someterlos de esa manera para evitar que se le rebelasen a futuro.
Con ese temor de volverse una basura de esposa, giró su cabeza hacia su dama de honor y le indicó: