Los esposos de la reina

Capítulo 47. La llegada de los duques

El palacio contaba con un helipuerto que habían construido desde hace tiempo para recibir la visita de nobles e invitados especiales provenientes de los reinos vecinos. Y, durante el transcurso de la mañana, un helicóptero proveniente del reino del Este aterrizó en él. De inmediato, los guardias reales de la reina formaron una hilera, para darles la bienvenida como nobles extranjeros.

  • ¡Guau! ¡Qué gran comitiva! – exclamó Abiel, viendo por la ventana.
  • ¡Contrólate, hermanito! – le dijo Aaron – Recuerda que ahora venimos en calidad de nobles. ¡No olvides la etiqueta!

Ambos duques bajaron, acompañados de sus escoltas personales. Y, por los aires, bajaron en paracaídas otros cinco soldados que conformaban parte de su pequeño ejército. Los soldados de la reina del Sur no evitaron asombrarse por el gran espectáculo que ofrecieron los visitantes del reino del Este.

Luego de eso, fueron conducidos hasta el trono, donde les esperaba la reina Panambi. Los duques se asombraron por la singular belleza y juventud de la monarca. Si bien no se comparaba con la reina Jucanda, juzgaron que la nueva reina del Sur lucía muy atractiva, y más con esos ojos azules que reflejaban audacia y gentileza.

  • Les doy la bienvenida a la Nación Democrática del Sur, oh, Duques Aaron y Abiel del reino del Este – les saludó la reina Panambi – espero que el viaje no les haya agotado.
  • Gracias por la bienvenida, su alteza – dijo el duque Aaron, haciendo una reverencia – estamos deseosos de colaborar con usted y apoyar a sus esposos en esta difícil misión.
  • Esperamos que, con esta cooperación, logremos fortalecer lazos entre ambas naciones y apoyemos iniciativas por el bien de todos los pueblos – continuó el duque Abiel.

La reina Panambi no evitó sentirse intimidada ante la mirada de ambos duques. Sus ojos eran aún más fríos e inexpresivos, superando por mucho a las miradas de los príncipes cuando se encontraban torturando a los criminales en sus interrogatorios. También, se impactó por lo altos que eran, calculando que estarían cerca de los dos metros. Y, aún así, sus facciones lucían tan delgadas como la de sus hermanos menores y el duque Rhiaim.

“Emiten un aura similar a la reina Jucanda”, pensó Panambi. “Si ya de por sí mis esposos son aterradores cuando pelean, no me quiero imaginar lo que serán estos duques contra sus enemigos”.

Respiró un par de veces para calmarse y les dijo:

  • Ahora que están aquí, estoy segura de que desean ver a mis esposos. Ellos se encuentran en el campo de entrenamiento ya que expresaron sus deseos de apoyarlos en la búsqueda del duque Rhiaim y posterior captura de Roger y desean prepararse. Si gustan, puedo guiarlos para que los vean y recuperen el tiempo perdido por los años de distancia.
  • Nos gustaría verlos, su majestad – respondió el duque Aaron, sin siquiera cambiar su expresión al escuchar sobre sus hermanitos, como si les fuera indiferentes – Gracias por su gentileza y, desde ya, rezo a la Diosa para que la bendiga por su gran bondad.

Panambi, acompañada de su escolta, guió a ambos duques hasta el campo de entrenamiento.

Ahí, vieron a los príncipes practicando con las armas de fuego, mientras hacían sus comentarios.

  • ¡Guau, Brett! ¡Eres bueno en esto! – dijo Eber – Y eso que no te gustan las armas de fuego.
  • Nuestro hermano mayor también las odia, pero tuvo que aprender a usarlas a regañadientes – dijo Brett – No me gustan porque no importa qué tan fuerte uno sea, nadie se salva de ellas.
  • Lamentablemente, este tipo de armas se han popularizado bastante, así es que debemos aprender a usarlas y defendernos de ellas – continuó Eber, levantando su pistola y dando tres disparos al blanco.
  • A todo esto… ¿cuándo llegarían Aaron y Abiel? – dijo Uziel, mientras giraba su arma con una mano – No recuerdo nada de ellos, solo sé por lo que me contó Rhiaim, que era tan altos como una torre.
  • ¡Oye, Uziel! ¡Que no es un juguete! – le regañó Zlatan, al ver que su hermanito manipulaba su pistola de forma despreocupada – A todo esto… hasta ahora me supe manejar bien con los dardos. Pero creo que también soy bueno con las pistolas. Entonces lo mío son los ataques a distancia.
  • ¿Ves que eres bueno en esto, Zlatan? – le dijo Brett, dándole una palmada en la espalda – Pero descuida, no tienes que terminar una pelea. Si no puedes, solo escóndete y nosotros te apoyaremos.

Los duques se adelantaron, mientras que la reina decidió mantener la distancia. En eso, los hermanos detuvieron su entrenamiento y giraron las cabezas hacia sus visitas.

Duques y príncipes se miraron fijamente. Y, de pronto, ambos nobles corrieron hacia Brett y lo abrazaron con fuerza, diciéndole con una voz mucho más animada que mostraron delante del trono:

  • ¡Brett! ¡Te extrañamos!
  • ¡Has crecido! ¡Y te ves saludable!

“¡Qué contraste!”, pensó Panambi, con la boca abierta de la sorpresa. “¡Juraría que no estaban para nada interesados en sus hermanitos cuando les dije que podía verlos! ¿O solo fue por su etiqueta?”

Brett se sintió avergonzado al percatarse de que la reina los estaba mirando. Así es que, de inmediato, empujó a los duques y les dijo:

  • ¡Oigan! ¡Que ya no soy un niño! ¡Estoy casado!

Los duques se acercaron a Eber y repitieron lo mismo. Pero, a diferencia de Brett, el pelirrojo si los recibió con mucha alegría.

  • ¡Hermanos! ¡Qué bueno que llegaron! ¡Los extrañé un montón! Ja ja ja.

Un poco después, se acercaron a Zlatan y Uziel y también los abrazaron. Zlatan se sintió incómodo, pero no dijo nada. En cambio, Uziel, comenzó a forcejear diciendo:

  • ¡Oigan! ¿Qué les pasa? ¡Déjenme, gigantes!
  • Guau. ¡Eran unos niños cuando se marcharon! – dijo Aaron, ignorando las pataletas de Uziel y sosteniéndolo de sus brazos - ¡Y lucen tan diferentes! ¿Qué les pasó de sus hermosos cabellos largos? Y… Uziel… ¿Por qué te los teñiste de rubios?
  • ¡Eber también se los tiñó y no le dicen nada! – dijo Uziel, señalando al pelirrojo.
  • Bueno, pero Eber ya es grande – dijo Abiel – y tú eres aun un adolescente. Creo que nuestro hermano menor te consintió demasiado.
  • ¿Para qué vinieron? – dijo repentinamente Brett, con una voz gruesa.




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