Un cuento por Electra Salazar
La luna se alzaba como una centinela silenciosa sobre la ciudad dormida, colando su pálida luz entre los cristales empañados de una ventana de dos hojas. Dentro, la habitación parecía un santuario de creatividad maldita: una joven escribía con furia sobre el teclado de su portátil, sus dedos bailando como si estuvieran poseídos por una urgencia incontrolable.
Tenía el cabello corto, azul como el crepúsculo, y su cuerpo delgado temblaba bajo el peso de la historia que estaba narrando. Ojeras profundas como pozos oscuros se hundían bajo sus ojos fijos en la pantalla. El sudor perlaba su frente, no por el calor —la habitación estaba fría como una cripta— sino por la presión de aquello que la rodeaba.
Eran cuatro. Tal vez cinco. Sombras aladas y sin rostro que flotaban a su alrededor, susurrando palabras en idiomas rotos, viejos, imposibles. No la tocaban, pero su presencia pesaba como una maldición. Cada letra que la chica escribía era arrancada de los murmullos de esas entidades, como si solo pudieran vivir a través de su historia. Como si la necesitaran.
Ella los llamaba los fantasmas de letras.
No sabía cuándo empezaron a aparecer. Solo que desde que se sentó una noche a escribir aquella novela —la historia que siempre había soñado contar— no volvió a estar sola. El escritorio de madera, antes su rincón seguro, se volvió altar y prisión. Dormía apenas una o dos horas al día. Cuando cerraba los ojos, ellos lloraban. Cuando dejaba de escribir, gritaban.
Al principio creyó que eran producto de su mente agotada. Pero cuando vio su reflejo en el cristal de la ventana y notó que las sombras no estaban detrás de ella, sino que flotaban junto a ella, entendió que había cruzado un umbral.
Su historia hablaba de un mundo atrapado entre la vida y la muerte. De una chica que escribía para liberar almas perdidas.
Ahora sabía que no era ficción.
Estaba cerca del final. Lo sentía. Los fantasmas a veces temblaban con cada párrafo, como si se disolvieran lentamente entre las líneas. Pero otros nuevos llegaban. Siempre llegaban. Con cada capítulo, sus ojos se hacían más oscuros, sus manos más huesudas, su alma más delgada.
—Solo un capítulo más… —murmuró esa noche, mientras el sudor resbalaba por su cuello.
En la pantalla brillaban las últimas palabras del capítulo treinta y tres. Los fantasmas la rodearon en silencio. Por primera vez, ninguno susurraba.
Ella sonrió, con una mezcla de terror y alivio.
Tal vez, cuando terminara la historia, la dejarían ir.
O tal vez, como todos los escritores malditos, se convertiría en uno de ellos.
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Editado: 28.05.2025