JANETH
Una sola elección puede
transformarte o destruirte.
—Insurgente,
Verónica Roth.
El nerviosismo asciende con fuerza por cada rincón de mi cuerpo y no me deja obtener ni un poco de paz mental. No tengo estructurado un plan y reconocerlo a estas peligrosas alturas es tan estúpido e inconsciente. Aparte, si bien la idea y el anhelo de irme ya lleva un tiempo cruzándome la cabeza, tener a Darío cerca no fue de gran ayuda para yo maquinar un plan o algo de último momento, mucho menos el pánico que me genera tan solo mirarlo o reconocer sus pisadas, por lo cual, a partir de aquí, es importante concentrarme. Quizás por esa razón no dejo de repetirme la idea de volver; mi mente cansada ha creado casi todos y cada uno de los posibles resultados (tanto negativos como positivos) donde salgo involucrada y no para bien.
Un segundo es importante; en un segundo Darío se entera si estoy o no a su lado, y con los recursos disponibles a su mano, ni la situación ni las circunstancias mejoran. Estoy expuesta a un peligro altísimo; pueden descubrirme cuando menos me lo espere si no me preparo para correr o esconder quién sabe dónde; si algo sale mal, y es posible que algo en verdad salga mal durante el transcurso donde no me atrevo a sentir y/o pensar que soy libre; solo podré hacerlo en caso de encontrar un buen sitio donde ese tipo no tenga acceso y se rinda (poco probable) en caso de seguirme.
Sin importar eso, necesito hacerlo.
Los latidos desesperados de mi corazón logran despertar en mí sentimientos y pensamientos que amenazan con paralizar mi sucio cuerpo; pero, por ningún motivo, debo hacerle caso. A estas alturas, con las piernas ardiéndome por cada avance, un tipo de retroceso en mis decisiones quizás han de salvarme o perjudicarme más y a su vez… a su vez quizás me alejen de esa ansiada libertad que busco con tanta desesperación.
«No puedo echarme hacia atrás. No ahora» me repito, mientras una intensa punzada en los talones me ataca cada vez que doy un paso más y en mi mente se halla un monzón de ideas que, en caso de obedecerlas, es probable que me hagan paralizarme.
No puedo echarme hacia atrás. Las palabras caen como un mantra a mi cabeza, una y otra vez, en un intento débil de hacerme seguir adelante, de continuar con todo esto ahora que ya estoy fuera de aquella casa, ahora que corro a través de las aceras solitarias cuyo silencio es roto por mis pisadas y la no tan frecuente pasada de los autos que andan por la carretera a estas altas horas de la noche donde “descanso” es la palabra que muchas personas buscan en sus vidas.
«No puedo echarme hacia… hacia…» continúo y se me sale un sollozo que arde; pero la frase se detiene a su mitad cuando volteo hacia atrás para cerciorarme de que nadie viene a por mí, me sigue o quiere hacerme daño. No percibo nada de pasos gruñidos o alguna señal aparte que me indique la presencia de una compañía que me ha de arrastrar a ese infierno al cual hace rato me visto obligada a llamarlo «hogar»
—Tiempo —digo en voz baja y mi garganta protesta con una pequeña incomodidad.
Siguiendo con mi camino, mi cabeza decide concentrarse justo en esa palabra.
Siempre pienso en el tiempo que llevo bien encerrada, el que llevo pensando en mi familia o al menos el recuerdo que tengo de ellos; la imagen de ellos el último día en que pudimos vernos cuando yo debía de devolverme hacia esta zona por los estudios universitarios; sus últimas palabras, el último momento que estuvimos juntos como familia en esa gran cena para celebrar año nuevo, el tiempo en el que he estado alejada de ellos gracias a mis malas decisiones. E incluso, pienso y me doy una palmada en las mejillas para espabilarme porque se me vienen las lágrimas de angustia, el tiempo que llevan sintiéndose preocupados por mí desde que no los he podido contactar gracias a las infernales restricciones de mi pareja.
Cada célula en mí grita por una libertad que no sabe cómo va a serle concedida de una forma pacífica. Este tipo, estoy segura, no va a dejarme ir; sin importar cuánto ruegue por ello. Por eso huyo, con ganas de volver a reírme, escuchar a mi familia una vez más, poder tomar aire, mirar el cielo y no pensar en el pasado… en él.
Por supuesto, pese a esos anhelos nacidos desde la parte más honda de mi corazón, todavía hay muchas dudas; todavía quiero devolverme a esa casa, hacer como si no hubiese salido, avanzado muchísimas cuadras y, con eso, destruir todas y cada una de las intenciones que me acompañaron esta noche; quiero irme al sillón mientras Darío se encuentra en su gran y perfecta cama, luciendo tan enfermo que ni puede hilar pensamientos lo suficientemente coherentes, tan débil que en su trabajo terminaron por darle una merecida semana de reposo hasta que logre mejorarse del todo y le concedan un permiso de reintegración a su puesto.
Y, de manera obligatoria, pues no tengo otra opción, debo de estar yo a su lado, servirle en todo lo que él pida; mi obligación es estar ahí, siempre complaciente a los caprichos que han de nacerle, obligada a no desobedecerlo porque él tiene mi cabeza azotada en amenazas. Cuando lo miro me recorre un sentimiento de pavor y suplico a lo que sea que ese mismo día no se encuentre con ánimos de hacerme más daño.