Los girasoles también lloran

Capítulo dos. Janeth.

 

JANETH

 

Relaciono mi felicidad con paz.

Alguna vez fui feliz o eso es lo que creo; debe de haber una parte de mi vida que no se encuentre apagada por todo aquello que se siente tal cual un bloqueo; pero fui feliz en algún punto de mi vida antes de que todo lo malo me cayese como un yunque. Siento que hay tantas cosas oscuras en mi mente y no sé qué tanto en mí no es infundado, no sé qué tanto de mí se ha borrado como quien viene y desecha aquellos recuerdos que cree no han de ser útiles a un futuro solo porque, por alguna razón, tu cuerpo decide liberar ese espacio. Se siente extraño, lo es y no puedo pensar porqué, aunque la razón radique en todos estos cinco años que he estado alejada de mi familia.

Era feliz, cuando manejaba el rumbo de mi vida, el avance de ella, cuando empecé a crecer, a poder ser más independiente de mí misma después de haber vivido toda mi corta vida bajo los brazos amorosos de una familia que yo amo con toda mi alma, con una mujer que me enseñó tantas cosas que ahora agradezco, junto a un hombre que me dio los mejores abrazos de consuelo por cada vez que los había necesitado; éramos una familia que tenía sus cosas lo suficientemente buenas y especiales como para hacerme feliz.

Fui feliz.

Una familia.

Era feliz, pese a mis miedos donde yo era inexperta, como un pajarillo cuya madre y vida ya lo cree listo para de salir adelante, extender sus alas y, en sí, continuar creciendo y fomentando su vida fuera del sitio al cual llamó hogar desde su nacimiento.

Lo recuerdo bien. Era feliz en ese restaurante, mi primer trabajo.

Trabajar en un sitio como ese trae muchísimas cosas interesantes: convives con mucha gente a diario, conoces otras, sus formas de ser, alguna manía con las comidas, bebidas y cubiertos; aprendes ciertas cosas que pueden o no servirte para tu diario vivir o en la relación con otras personas y poco a poco, entre el compañerismo de todos aquellos que trabajan a tu lado, con quienes logras llevarte bien, formas algo parecido a una familia que se esfuerza igual para salir adelante en cualesquiera que sean sus metas actuales de vida. Para mí fue eso: un hogar. En ese sitio puedes sentirte acompañado, querido… o, por el contrario, puedes permanecerte en un rezo donde le suplicas a quien sea que tu turno termine con tal poder marcharte.

En lo personal, fue una vivencia bonita…

«Cada trabajo es subjetivo», me decía siempre, con las manos temblorosas por el cansancio y los nervios de no poder terminar uno de mis proyectos para la universidad debido a tantas cosas acumuladas esa misma semana. «Cada trabajo es llevado mejor por unos, no por todos».

Tuve compañeros, algunas de ellas eran buenas personas, otros no tanto… algunos cumplieron con el perfil buscado por la dueña de ese restaurante y otros hicieron más daño que bien. Cada trabajo es subjetivo… no todos pueden lidiar con la misma presión en esas responsabilidades.

Por ejemplo, yo nunca podré ser doctora. No me animo a estudiar todos esos años sabiendo que a futuro puedo tener la vida de alguien en mis manos. No, no. No quiero.

Nadie dijo que la vida es fácil, la vida adulta mucho menos.

Cada trabajo es subjetivo porque depende del porqué sigues allí, depende de tu entorno para sentirte inspirado a continuar, a seguir con esa rutina que pesa en tu cuerpo todos los días, porque, aunque disfrutas del trabajo, siempre te cansas. Eres humano… creo, eres humano y tienes límites, aún dentro de las cosas que te sirven, inspiran o te gustan.

Y a mí me gustaba ese trabajo.

Mucho.

Pero cuando me vi obligada a dejarlo, la dulce señora de hermosos ojos azules que me empleaba me hizo una pequeña despedida; era un negocio familiar, un restaurante de comida típica del país conocido por sus platos grandes donde servían bastante de la comida que se pedía y por lo deliciosos que eran sus platillos. Era un contraste satisfactorio en cuanto al precio, al servicio y era eso lo que atraía a bastantes clientes frecuentes.

En mi memoria yacen algunos de los platillos que más se servían en ese sitio, y siempre a los mismos comensales ansiosos por llenarse con la misma orden o una diferente. O nuevos, nuevos que, por azares de un hambriento y bello destino o recomendación, llegaban a nosotros por un pedido más del que disfrutaba servirles.

Verlos comer… verlos comer era especial.

En lo personal, entré allí con ganas de poder seguir pagando mis cuentas de la universidad, con el inexplicable temor de que en un futuro algo pasara y perdiese mi beca; pero… pero al final murieron todos esos anhelos, ilusiones, todos mis sueños por los que luché hasta el agotamiento se vieron truncados porque no supe ponerle un alto a la actualidad en mi vida amorosa, no supe encontrarle una salida a algo que la tenía en ese momento.

Cada uno de aquellos avances como persona independiente, adulta, se hicieron añicos y no quedó nada más que el conocimiento de lo que ya había hecho casi toda mi vida: obedecer. Obedecí al mandato de renunciar, pues no supe decir «no», no supe vencer mi miedo, los nervios o quién sabe qué.

Renuncié a un trabajo donde amaba recibir a la gente que le gustaba todo lo preparado por tus manos, comidas hechas con un amor tal donde me inspiraba a más, siendo feliz en algo que me gustaba, un pasatiempo precioso; renuncié a un trabajo en el que mejoré muchas cosas y, en cambio, fui encerrada en una cárcel que, en todo el lapso siguiente, por completo ha destrozado mi autoestima y motivación.



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En el texto hay: romance, lgbt, lgbtdrama

Editado: 08.04.2024

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