Los girasoles también lloran

Capítulo diecinueve. Kiareth.

 

 

KIARETH

Estuvimos hablando por un largo rato, ella con toda emoción acerca de las tantas cosas que su familia le ha contado, acerca de los planes que se han propuesto a llevar a cabo una vez puedan reunirse de nuevo. Me ha dicho sobre cosas que han pasado allá, sobre cómo su madre ha comprado un terreno donde ahora planta cosas que comen todos en casa e incluso han llegado a vender para tener un sustento extra que meten en una cuenta bancaria destinada a gastos de emergencia.

Claro, eso entre otras cosas que sacan en ella perfectas sonrisas de las que soy consciente hasta que ambas quedamos calladas con respecto a su familia del que ella se ve tan feliz por haber recuperado la comunicación.

Reímos, ahora por recuerdos nuestros donde fuimos grandes amigas que antes salían a una de las tantas tiendas y supermercados que hay en esta ciudad para que ella comprase el diario quincenal. Solía hacerle compañía para ayudarle con las bolsas que a veces terminaban siendo pesadas, y su pareja… creo que a su pareja tuve la mala suerte de mirarle muy poco; pero ese rostro con una sonrisa que siempre se me ha hecho espeluznante es una de las cosas que no he podido olvidar o no prestar atención. El caso es que ni una vez vi que su pareja acudiese con nosotras a ayudarnos; nunca se ha presentado, nunca… dijo nada al respecto.

Tenerlo cerca casi nunca fue de mi agrado, escucharlo hablar con esa voz gruesa es una de las cosas que más nervios me ha dado. Por mucho tiempo logré ignorarlo por la incomodidad que me despertaba la sola esencia de su colonia, siempre con la salvadora excusa de estar ocupada en una llamada con mis padres o algún compañero de clase que requiriese de mi ayuda, me pegaba el celular a la oreja y luego dejaba que ambos hablasen en una esquina.

Siempre lo había mirado en silencio, con los ojos entrecerrados, y aunque la excusa al rato se volvió conveniente (y bastante evidente), seguí con ese papel con tal de no dirigirle la palabra, con tal de no sentir esos escalofríos que él me despertaba.

Fue grosero, lo admito, y de todas formas el tipo nunca me prestó atención más allá de saludos todos secos que evidenciaban su falsa modestia, porque su atención siempre se fue a Janeth. Estoy seguro de que vigilarla era una de sus actividades favoritas, porque de otro modo no me explico cómo es que nos lo topábamos cada vez que ambas salíamos y por algún milagro o azar del destino, él aparecía, de lejos, por supuesto.

¿«Nunca percibí ninguna señal»? Esa ha sido una completa mentira de la que hasta ahora caigo en cuenta. Si nunca percibí ninguna señal ha sido por mera estupidez mía, por mis intentos de alejarme que también escondieron lo que en realidad pasaba. Por darles la espalda, por no mirarlos interactuar juntos para que tuviesen “privacidad”, por intentar ignorar yo… yo casi que lo he permitido.

—Tengo el número de ese tipo —le suelto al cabo de unos pocos minutos.

Pasa a segundo plano la música que suena desde mi celular, dentro de una lista de reproducción que hemos encontrado entre tantas disponibles en Spotify.

Janeth se sienta pronto en la cama al elevarse de golpe para quedar frente a mí, sus ojos abiertos de par en par y mucho miedo más que evidente gracias al gesto que descoloca su rostro. Está pálida.  

Yo, como si no pasase demasiado, sigo acostada, ambas en posición invertida para mayor comodidad, supongo. La cabeza me duele y no quiero moverme para no aumentar esa horrorosa sensación; pero sé que en cualquier momento he de dejar eso de lado para hablarle mejor acerca de lo que le he soltado.

—¿Cómo que tienes su número? —pregunta ella, con pánico—, ¿acaso saliste o cómo? Pensé que estabas en el restaurante. ¿Fuiste a el juzgado?

Se me escapa un suspiro. Me estiro para elevarme y quedar sobre el colchón con las piernas en una posición de mariposa.

—No, no he ido a el juzgado —me río, pese a saber bien que no es el mejor momento—, siquiera tuve que llamar. Dios, qué miedo. Además, no me dejan salir. Ya de por sí tenemos la casa sola.

Si hubo gente anoche fue porque recogían un poco de sus cosas, siquiera pude acercármeles. Todo se encuentra desinfectado y de todas formas no quiero moverme demasiado por todas las habitaciones o esquinas de aquí. Las demás permanecen cerradas, así como las celosías de cada ventana.

—Kiareth… —ella detiene mis siguientes palabras.

—Él vino en una patrulla —dudo un poco. Desconfío de su reacción instantánea no porque vaya a hacer algo malo al respecto, sino porque se ve que está a punto de echarse a hiperventilar. Tiene los labios abiertos y escucho que respira a través de ellos—. Él venía con uniforme y la cara cubierta por una mascarilla. Un amigo o compañero lo traía.

—¿Darío vino a comprar aquí? ¿Compró algo? ¿Se metió al restaurante acaso? —se sobresalta.

Encojo los hombros, en un intento por restarle, aunque fuese un poquito de importancia al asunto. Sus ojos pronto se humedecen, los labios le tiemblan cuando respirar ya no le es suficiente, las manos pronto suben a su cara. Ella… Ella…

—No salió del auto en ningún momento. Se veía como un muerto viviente, a decir verdad, no creo que tenga las energías ni para correr detrás de ti. Él me vio y me llamó. Iba directo a atender mi obligación principal lejos de clientes y justo llegaron al restaurante en la patrulla. Así pasó. Jane, tengo que decir que él me recuerda —susurro. Ella chilla en voz baja, aterrada—. Me… Me ha preguntado por ti; pero no le he dicho nada; más bien le dije que aquí no habías llegado, que no sabía nada de ti. Lo juro.



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En el texto hay: romance, lgbt, lgbtdrama

Editado: 08.04.2024

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