JANETH
Tengo mucho sueño, mis párpados se entrecierran; pero no me animo a ir directo a la cama, no hasta que pueda ayudarle a Kiareth con la última caja y bolsa con comida. Es muy temprano y puedo sentir cómo mi cuerpo pesa, pesa en búsqueda de llevarme a la cama de vuelta, pesa en arrastrarme de vuelta a esas cobijas que me cubren bastante bien del frío mañanero que arrasa en este sitio.
Ella está en su habitación, con la computadora encendida y conectada a una de sus clases virtuales; incluso desde la cocina escucho a su profesora dando la clase, con términos que se me hacen confusos; pero que, bueno, espero mi amiga entienda.
Su hermano mayor ha llegado justo hace unos diez minutos, con bolsas con comida que ha puesto a un costado de la entrada trasera. Anda cubierto con guantes y mascarilla y cada vez que trae más bolsas me dirige una mirada extraña que no interpreto como enojo, sino de curiosidad. No ha dicho nada más allá que para darme el «¡Buenos días!» y para avisarme que ha sido Kiareth quien ha solicitado todo esto. Quiero creer que rinde para un mes; pero hay una bolsa bien grande de puras bolsas con galletas, malvaviscos y poco más. Esa no me he animado a tocarla porque la boca me saliva de tan solo pensar en ese montón de dulce; pero sí el resto que poco a poco llevo hasta la cocina.
—Creo que esta es la última —sonríe el hombre al fin mientras de sus bolsillos saca una botellita de aerosol que rocía sobre sus manos para frotarlas y todo—. ¿Necesitas alguna ayuda?
—No se preocupe —respondo rápido y retrocedo un poco. Él no sobrepasa su presencia desde la entrada, se queda ahí mientras todavía se talla las manos, lo cual agradezco porque, bueno, en teoría su hermana y yo estamos en cuarentena. El hecho de tenerlo cerca puede, no lo sé, exponerle—. Creo que de aquí puedo hacerlo yo sin problema.
Como Kiareth todavía se encuentra en clase me he encargado de ayudarla con esto. Es algo muy mínimo, acomodar las cosas mientras ella estudia, en comparación a lo que en estos momentos hace por mí, en comparación a todo el esfuerzo que hace por… apoyarme, ayudarme a salir del hueco en el que llevo enterrada.
—¡Perfecto! La factura viene en una de las bolsas —él continúa; pero por el tono de su voz presiento que hay un tema que lo inquieta—. Que me haga la transferencia cuando pueda.
Sus ojos se quedan en mi dirección. La puerta trasera da directo a la cocina, así que puedo moverme alrededor del sitio sin ignorarlo más allá de darle la espalda.
—Janeth, ¿cierto? —Inseguro pregunta, todavía con la duda en la punta de la lengua—. Creo que más o menos recuerdo tu rostro.
—Puede decirme Jane. No tengo problema —carraspeo y me giro para verlo un poco; pero pronto vuelvo a mi tarea de acomodar mejor la cocina.
Él asiente.
—Entiendo, claro. Eh, Jane…
Bajo los brazos de uno de los estantes superiores para voltearme ante su llamada.
Enrojecen sus mejillas cuando mantiene su distancia y pese a que lo hace, percibo la mirada que me barre de pies a cabeza, percibo algo de incomodidad en cuanto eso se prolonga y comienza a tornarse en algo invasivo, algo que pica en mi piel como hormigas que me suben nomás porque mi desesperación no lo soporta, porque mi mente me juega chueco y cada una de mis inseguridades se vienen contra mí, aunque ninguna tome una imagen clara dentro de mi cabeza; es solo la larga repetición de que hay algo mal conmigo y por eso alguien insiste en verme así.
Quiero decirle algo, responderle con un monosílabo, aunque sea; pero no puedo. Ese repentino subidón de calor a mi pecho me enoja porque a su vez me estresa, me altera. Él no ha hecho nada, no se mueve, no hace ningún movimiento, independiente de si es tranquilo o brusco, y ya todo en mí entra en ese estado de sentirse vigilado.
Por inercia me miro los brazos, cubiertos por una camisa manga larga prestada por Kiareth.
¿Acaso se ven algunas de mis cicatrices? ¿Acaso tengo algo más en mí que logre llamar la atención al hermano de mi amiga?
Quiero voltearme, esconderme, pedirle a Kiareth que me ayude a preguntar qué ocurre pese a que ella esté a más de un metro, ajena a la propia lucha mental que me corroe desde adentro. Mi garganta se cierra, mi cuerpo se estremece y no puedo dejar de pensar en que esa vigilancia es por algo.
La paranoia me juega chueco y cuando me tallo la cara, por fin levanto la cabeza.
—¿Qué sucede? —le pregunto lo más calmada que puedo. Hago amagos, el enorme intento de no sentirme más estúpida, no comportarme como un bicho raro que se altera por nada y a la vez por la visión de un tercero en cuanto a mi ubicación.
—Sinceramente, no sé cómo decirlo —murmura él en voz baja mientras se rasca la cabeza y luego se peina el pelo teñido en un rubio ya casi desaparecido. Las raíces están muy largas y… ¡Concéntrate! Él cruza sus brazos, su cuerpo se inclina un poco hacia atrás y yo tengo que mirar a otro lado cuando no soporto tenderle la mirada por más tiempo—. Es complicado.
Complicado.
Asiento, en silencio. Sigo sin mirarlo y él solo cabecea.
—Pero, a ver, mira, entiendo que tú y mi hermana sean amigas —prosigue, bajo. Es como si no encontrase palabras, me digo y miro de reojo las facciones de su rostro cubiertas por una barba. Se baja bien la mascarilla y retrocede. Hago lo mismo con los pasos—, entiendo que la quieras, que le agradezcas por su ayuda, todo eso; pero la ilusionas mucho y eso no me gusta nada, ¿sabes? Es como que actúas… sin saber. La ilusionas así nomás.