JANETH
Llorar no es un signo
de debilidad humana.
Desde el nacimiento,
siempre ha sido una señal de
que tus sentimientos existen,
una señal clara de que sigues
aquí, con sueños y vida.
Monstruo, un monstruo cargado de tantas penas, de tantos sentimientos negativos y muchísimo odio hacia nadie en particular, odio que necesita descargarse contra alguien como si ese “alguien” tuviese la culpa de todos esos demonios que tiene adentro, como si no soportase la idea de que otro ser humano se sienta con mejores ánimos, con una mejor salud tanto mental como física. Los moretones en mi rostro se ven en un mejor estado. No puedo dejar de admirar a la Janeth que hay en el espejo.
Tengo el cabello hecho un asco ahora que se encuentra seco; los mechones sueltos se ven quebrados, pican aquellos que rozan mis mejillas y en el cuello hay varios pegados a mi piel que molestan demasiado.
Soy ahora la sombra de lo que alguna vez estuve intentando ser y, aunque me arrepiento, al menos sé que puedo, si lucho, tener una forma de convertirme en alguien. Quiero ser alguien más allá de la “novia del policía Darío”, quiero convertirme en alguien por mi cuenta, quiero… avanzar, salir adelante. Si bien no es mi mejor comienzo como persona, al menos sigo viva.
¿Tienen sentido las palabras que llegan a mi cabeza? Lo único de lo que estoy segura es que quiero llorarle al mundo.
Kiareth aprieta mi mano y me hace gestos de que la siga con un poco de ejercicios de respiración al verme un tanto intranquila. Respiro hondo, con los nervios alterados; pero a la vez sintiéndome segura a su lado.
«Gracias» mis labios se mueven.
Ella asiente; pero no hay ningún sonido que se escape de sus labios.
Gracias, gracias por ayudarme, por este apoyo, por… por todo lo que ha hecho por mí.
El celular vibra en mi mano, suena todavía el tono insistente y sé que el de Darío se encuentra encendido; este está en altavoz para una mejor ayuda a que la computadora capte bien la conversación; pero me tienta muchísimo la idea de colgarlo antes de que Darío responda y ahí suene bien el bendito tono de su voz.
No quiero escucharlo; pero debo de hacerlo. No quiero… no quiero.
Me aguanto un sollozo.
—¿Hola? Buenos días. ¿Con quién hablo?
Por poco se me escapa un grito; pero lo reprimo lo mejor que puedo, reprimo todas mis ganas de echarme a correr y que el teléfono vea cómo hace con la llamada (como si fuese capaz de) hasta que Darío diga lo necesario. Kiareth no me deja cuando aprieta mi mano con ternura. La respiración automática se me bloquea y tengo que hacerlo por mi cuenta; por lo que tomo aire una y otra vez, aunque eso solo me altere más y cause que mis ojos lagrimeen, aunque mi pecho duela y mis piernas tiemblen. Aunque…
Kiareth se mueve, escribe algo en una nota y me la muestra.
«Todo va a estar bien. TODO. :)».
Dejo el celular sobre la mesa y lo pongo en altavoz, a la espera de que algo emane de mis labios.
—Tú puedes —susurra Kiareth tan bajo que apenas puedo escucharla; pero al menos ese apoyo lo logra.
Me consuela, me ayuda.
Asiento en silencio, con la cabeza y de una forma un tanto exagerada; pero lo hago, reacciono.
—Buenos días —suelto lo primero que cae a mi cabeza y miro a la grabadora de voz en la pantalla de la computadora.
Los segundos corren en la llamada, de manera lenta y tortuosa. No me gusta mirarlos, me hace sentir expuesta, presa del pánico.
—Usted no… no es Darío, ¿o sí?
Me repito que debo de respirar hondo y eso hago. Intento añadir que «todo va a salir bien», lo malo, es que eso no funciona para nada. Sigo igual de alterada, llena de nervios.
—¿Darío? Oh, no. Él… se encuentra ¿mal? Se encuentra mal. ¿Con quién hablo?
Mi cabeza procesa lento en esos momentos. La voz, con obviedad para mí, no es de Darío, porque suena menos profunda de lo que él la tiene; pienso en que quizás es uno de sus tantos amigos, aquellos con los que sale de vez en cuando a un bar y lo traen muy borracho, tanto que apenas puede sostenerse por su propia cuenta.
—Disculpe, ¿con quién hablo yo? —pregunto de vuelta, insegura de si es una buena idea decirle directamente quién soy—, es que necesito hablar de algo muy importante con Darío.
—Soy hermano suyo.
No me dice con exactitud el nombre; pero a mi cabeza ya cae la imagen y nombre del dichoso hermano. Tiemblo, con el asco corriéndome sin parar en cada rincón del cuerpo.
—Soy Jane —digo al fin, mientras me acomodo en la silla de manera que ya no pueda deslizarme hacia abajo en caso de que mi cuerpo no tenga las suficientes energías como para mantenerse firme.