Los girasoles también lloran

Capítulo treinta y siete. Janeth.

 

 

JANETH

Durante unos segundos me paralizo, con el cuerpo hecho un manojo de nervios y con mis manos entrelazadas frente a mi boca. El grito cargado en pura desesperación ha salido desafinado, como si no tuviese nada de voz y el sonido… no sé de dónde ha brotado, no sé de dónde ha salido como para sonar así; no sé si moverme o si cubrirme. El corazón se me agita y no soporto pronto los latidos que golpean mi pecho; resuenan en mis oídos junto a los sollozos apenas audibles que ahora solo brotan de mi boca.

Mi primera reacción es callarlos cuando rodeo mis labios con las palmas, por más inútil que resulte ese intento; pero necesito hacerlo, que nadie más escuche lo que está pasando en este sitio, necesito calmarme por mi cuenta, sin que alguien más llegue a mí y sienta incomodidad por no poder ayudarme. No obstante, sé que eso es un poco… contrariado. He llamado a Kiareth, he pedido por ella, su compañía… aunque no entienda esa reacción de mi parte, he suplicado por el consuelo de una persona cuando hasta hace unas semanas todo lo liberaba en la habitación del baño, en silencio, sin atreverme a decir ni una palabra porque la única persona cercana a mí era mi expareja… Darío.

Ahogo mis penas en este sitio, donde abro la boca y finjo gritos descontrolados porque ese es uno de mis mayores deseos: sentir que libero un enorme peso en mi espalda, sentir que puedo dejar atrás todas y cada una de las angustias que llevan carcomiendo mi pecho desde hace tanto… tantos años; cosas que he callado por miedo, inseguridad, por… costumbre.

De repente, una sensación de asco llega a mi garganta; siento como si el retrete estuviese tan cerca y la vez tan lejos. Tiemblo más y solo entonces elevo la voz, no en algo estridente; pero sí en la elevación de todos los sentimientos que me carcomen de pies a cabeza, los recuerdos que persiguen mis pasos actuales y seguirán haciéndolo durante mucho tiempo futuro, como si no hubiese sido suficiente el haberlo vivido.

Revivirlo es la pesadilla actual; ya no recibo ni hay un dolor físico como tal; sin embargo, sí está aquel que me recuerda todo lo que Darío me hizo en su momento, todo a lo que fui sometida solo porque creí que podía llamar «amor» a eso.

Yo… Yo creí…

Yo no quería perjudicar a nadie… al callarlo, al no atreverme a hablar.

Jamás quise que las cosas pasaran de esta forma, ni quise sentirme tan asqueada de mí misma por no haber sido inteligente y decir «no» en ningún momento. ¡Dios! Jamás quise llegar a un punto en el que mi mente suplicaría terminar con todo, aun si así fuese de las formas más horribles.

Yo…

Golpeo mis muslos con los puños y suelto gruñidos llenos de rabia.

—¿Janeth?

Agradezco al cielo que la puerta se encuentre sin seguro, costumbre que me ha quedado gracias a una de las tantas demandas de Darío; agradezco que Kiareth, aún con sus ronquidos, todavía logre escucharme y responda a mí (bueno, con gritos aun ni son altísimos como para que se molesten los vecinos, cualquiera lo escucha), porque sus pisadas rápidas y desesperadas comienzan a escucharse al cabo de unos largos segundos; agradezco, sobre todo lo hago, maldición, que cuando se acerca a mí de inmediato ella rodea mi cuerpo con sus brazos.

Me aferro a sus hombros lo mejor que puedo con las pocas fuerzas que poseo, mientras intento que de mi boca emane algo más; pero no… no logro nada.

¡Tampoco! ¡Dios!

—Jane, oye… ¿estás bien? ¿Qué te pasa?

«¿Tienes pastillas?» intento preguntarle, todavía sin voz, incapaz de mencionarle algo y sin esperanzas de que ella pueda leerme los labios. Me muerdo una mano antes de encorvarme otra vez, con el dolor creciendo por cada segundo que mi cuerpo no logra reponerse.

¿Es algún ataque de pánico acaso? ¿Alguna nueva forma de presentarse? No puedo hablarle, mis piernas siguen dormidas, aun así, soy muy consciente de la tensión que hay en mis músculos.

Ya hasta veo como una maravillosa idea el inclinarme al sanitario porque no dejo de sentir una especie de asco todo extraño, como si quisiese devolver todo lo que he comido en este mes, estos días, hoy, maldición.

¡Ni mi corazón puede relajarse!

Kiareth me acaricia las mejillas y yo sollozo lo mejor que mis pulmones me permiten; libero un sonido cargado de angustia, con el dolor abrazándome desde los dedos de ambos pies hasta el bendito pitido que corre en mis oídos y que me llenan de más y más miedo, angustia.

Mi amiga de repente intenta tomarme por debajo de los muslos y detrás de la espalda. Sus brazos me rodean bien, yo no puedo corresponderle cuando entiendo sus intenciones al verla inclinarse directo hacia el sanitario.

—Jane, a ver… ¿te duele el estómago?

Cabeceo de arriba hacia abajo.

No es del todo cierto; pero está muy cerca.

—A ver. Te has puesto pálida y mira que yo conozco de blancos.

¡Es un muy mal chiste!

La miro con ganas de agarrarla por… ¡No lo sé! ¡Ese chiste no es propio!

—Ya, ya, perdón. Sé que así me quieres, así de blanquita como la luna.



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En el texto hay: romance, lgbt, lgbtdrama

Editado: 08.04.2024

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