Los girasoles también lloran

Cuarenta y cinco. Janeth.

 

 

JANETH

 

Freno de golpe cuando llego justo al sitio donde van las bolsas de basura. El olor no es tan fuerte como esperaba que lo fuese e imagino que es porque hasta hace poco esas bolsas han sido puestas aquí, amontonadas entre sí para que no irrumpan el camino de la acera. Se encuentran bastante llenas, así como lo están las que traigo en las manos; pesan, pesan bastante y es horrible la sensación de la humedad que transpira cuando estas chocan en mis faldas cada vez que puedo dar un paso. Y aun con eso, cuando es obvio que debo de soltarlas…

«No puedo moverme» jadeo con pánico, mientras admiro las bolsas y cómo incluso hay vecinos que también sacan la basura a estas horas, en menor cantidad que Kiareth y yo. Ninguno mira hacia acá, más preocupados en sus asuntos que otra cosa; tampoco dicen nada entre sí, como si se ignorasen a propósito… por supuesto, la situación no es esa; no es como que se ignoren porque se odian y vayan a mentarse palabras soeces al primer momento, no es porque tengan rencor por el otro, porque… ¡no lo sé! Pero mi mente rápido se dispersa entre varias posibilidades negativas ya que es justo eso, pensar de esa forma, cómo he aprendido que “funciona el mundo”.

Intento pensar en algo bueno, como si fuese mi tarea el justificar que ninguna de las personas eleve la cabeza y se diga por lo menos un «Hola».   

Intento pensar algo diferente, intento no tener en mente mis propias ansiedades que buscan siempre lados “oscuros”; intento… intento moverme; pero no puedo. Se me empañan los ojos, siento que mi cuerpo tiembla; pero a la vez estoy tan quieta que mejor cierro los ojos para ver si así mi cerebro deja de sentirse tan confundido a como la lleva.

Pienso al final en nuestra propia basura que debemos de sacar antes de que sean las siete de la noche porque a esa hora el camión viene y ya han sido un par de veces, y encima por razones tontas, que se nos pasa el tiempo.

Kiareth y yo terminamos con bastante basura por sacar a la siguiente oportunidad y ambas todavía nos preguntamos de dónde chuchas es que salen ese poco de desperdicios.

Encima, no se puede sacar mucho antes porque hay personas o incluso hasta perros que llegan y rompen las bolsas para conseguir… eh, no sabría decir con exactitud; pero dejan todo desordenado y es incómodo recoger esos desperdicios que han sido tirados por la acera a diestra y siniestra. A ellos, y no a los perros, Kia tiene una forma peculiar de decirles y yo no me atrevo a usarla como ella porque siento que suena grosero, aunque no sea su intención de ofender.

Piedrero…

«Muévete» me digo, una y otra vez.

Aunque Kiareth viene detrás de mí con más bolsas negras, mirar las que ya están aquí tiradas me hace paralizarme por alguna extraña razón. Estoy en frente, solo es cuestión de estirarme y poner todo de la misma forma: sin que obstruya el camino en la acera.

«Muévete. Es de noche… muévete, muévete» me repito. «Está oscuro. Él no puede reconocerte a la primera. Cortaste un poco tu cabello, llevas ropas diferentes a la de ese día, te mueves… no encorvada, y encima traes abrigo; pero mientras más tiempo pases afuera más probabilidad hay de que Darío te encuentre…»

Darío. ¿Darío está aquí?

Aire gélido escala por mis piernas de repente.

—¿Jane? ¿Está todo bien?

—N-No —balbuceo cuando logro reaccionar y moverme por lo menos un poco, cuando en mi cabeza ya no giran imágenes de mi cuerpo metido en una bolsa negra por culpa del hombre al que por mucho tiempo le profesé mis más puros e importantes sentimientos.

—¿No? ¿Qué sucede? ¿Te dijeron algo?

—No —contesto de inmediato y logro dejar las bolsas en su sitio.

Me tiemblan los dedos. Quiero meterlas entre el abrigo que traigo puesto; pero no me atrevo con la suciedad que tienen mis dedos y palmas gracias a la basura.

—¿Qué pasa?

Bajo la cabeza, con el gorro del abrigo cubriéndome mientras niego.

—Tú, ¿verdad que no es mi cabeza? ¿Verdad que sí ves el auto que está aparcado allá? —comienzo y casi se me rompe la voz mientras susurro—: es del hermano de Darío.

Por el rabillo del ojo miro cómo se tensa.

—¿El hermano de…?

A Kiareth se le escapan un par de maldiciones.

—¿Y si me buscan?

—¿Estás segura de que ese es su auto?

—Me sé la matrícula. Es esa.

Joel se ha aparcado frente a la casa de su hermano cada vez que va con su novia Alicia a tomar café y a charlar por varias horas hasta que se cansan y se despiden, por supuesto que he podido aprenderme esa matrícula después de tantos años viendo el mismo mientras lavaba los trastos sucios. Darío por su lado siempre se quedaba sentado, con una cerveza en la mano y un trozo de pizza o pollo frito en la otra.

En mi mente se reproduce la matrícula una y otra vez, como un código importante (cosa que no es) y mientras se reproduce esa imagen, por mis oídos pasa un viento que escucho como si fuese la voz de Darío cuando está hasta los pies de borracho; también veo a Darío cómodo en el sillón, subidos sobre las colchas y dejando su olor apestoso en ellas; siento a Alicia a mi lado, ofreciéndose a ayudarme porque sí hay un desastre en la cocina gracias a la cena que hice esa noche y ella comenta, para relajarme, que entre dos se hacen las cosas más rápido. Darío lo deja pasar porque «son tareas de mujeres» y mientras Alicia maldice a mi pareja porque no le importa ayudarme nunca, ella me habla de una forma muy dulce.



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En el texto hay: romance, lgbt, lgbtdrama

Editado: 08.04.2024

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