Los hijos de Cain

EN LA MITAD DE LA NADA

Eran las tres de la tarde cuando mi auto se detuvo abruptamente. El humo que salía del capot y el ruido ahogado del motor eran dos indicadores evidentes de que estaba en graves problemas. Aparte de encontrarme viajando sola, en un país extranjero en una carretera se completamente desierta.

¿Desierta?

Sentí como un rayo atravesó mi cabeza y me paralizó por completo.  

En realidad hacía bastante tiempo que mi instinto me decía que algo andaba mal; no exactamente con el auto, porque parecía que el auto venía bien, sino más bien con el lugar en sí. En la agencia de turismo me habían dicho que la ruta iba a ser muy concurrida, detalle me había hecho sentir un poco más segura. La mecánica y la supervivencia no eran lo mi especialidad. O eso creía de mí hasta ese día.

Con los nervios a flor de piel, busque mi celular y vi que eran la cuatro de la tarde, un indicador de que me hallaba a mitad de camino. Pero llevaba una hora en la que el trafico había disminuido bastante y que el paisaje se había tornado algo sombrío.

 ¿Cuándo fue que...?

Se me vino a la cabeza un cruce. Y enseguida recordé mis dudas. Pero el GPS había sido muy claro al respecto: doble a la izquierda, lo cual hice sin dudar.

Solo que la ruta había cambiado. Y yo lo había percibido. Los pozos, la aspereza del asfalto, hasta el bosque había perdido su verdor.

Dirigí mis ojos al GPS que la agencia me había programado (ya que yo suelo ser muy mala con todo lo que tenga que ver con la tecnología) pero la pantalla del aparato se había vuelto negra. Lo golpee un poco, luego me encontré sacudiéndolo con fuerza mientras internamente empecé a putear: ¿¿Qué mierda estaba pasando??

Primero el auto, ahora GPS. Un mal presentimiento volvió a taladrarme el cerebro.  ¿¿Y sino había señal?? Agarré el celular con el aire contenido y al mirar la pantalla supe que mi instinto no estaba equivocado.  No había señal.

 Salí fuera del auto con ímpetu y empecé a caminar de aquí para allá, con el brazo levantado y el corazón desbocando, rogando que apareciera una mísera rayita. Pero nada. Sin embargo, decidí marcar lo número igual, esperando que por arte de magia me pudiera conectar. Claro que no sucedió y el simbolito rojo hizo su aparición seguido las palabras más temibles del mundo: red móvil no disponible.  Pero yo no me iba a resignar y volví a marcar. Una y otra vez. Hasta que el aire se me estancó en la garganta.

Tosí para desahogarme y guardé el celular para no hacerlo trizas contra el asfalto.

¡Tecnología de porqueria!

Siempre lo mismo. Funcionan a la perfección cuando estas sin nada que hacer, cómoda en un sillón, con menos problemas que un pez de pecera. Pero al minuto que necesitas algo urgente ahí seguro pasa algo. O se corta internet o se traba la pantalla o te quedas sin señal.

Las ironías de la vida. O la ley de Murphy.

Como sea,  a los cinco segundos, volví a sacar el aparato de mi bolsillo y lo volví a levantar hacia el cielo, con el brazo lo más alto que pude. Las escenas de las películas volvieron a mi cabeza, esas que muestran al protagonista con el celular en alto, y su carita expectante, y entonces viene el gesto de decepción. Como mi cara, supongo. Y es ahí donde nos damos cuenta que nuestros costosos celulares, so sus costosos paquetes, los que supuestamente nos van a mantener conectados en cualquier lugar y en cualquier situación, son una gran MENTIRA.

Y ahí caemos en la cuenta de que estamos solos.

Completamente solos.

Mire a mi alrededor y mis ojos se toparon con un hermoso pinar que bordeaba la ruta.  En otras circunstancias me habría quedado encandilada de ver esas inmensas coníferas, pero en mi situación no sentí más que un punzante escalofrío en todo mi cuerpo.

«Tal vez deberías subirte arriba de un  árbol e intentar desde ahí, me dije en un impulso». Pero escalar esos gigantescos pinos de troncos rectos y lampiños sería casi imposible. Así que lo dejaría como última opción. Si tenía que subirme a uno, obvio; siempre es bueno practicar escalada como para escapar de cualquier cosa. Las escenas en las que los personajes de película escapan a toda velocidad de un oso o de una manada de lobos son mis favoritas.

Claro que nunca pensé que algo así me podría pasar a mí.

¿Pero en que estaba pensando?

Casi de forma inconsciente, me encontré escudriñando la oscuridad del bosque con el corazón palpitante. ¿Y si había osos o lobos cerca?

Por suerte justo cuando empezaba a imaginarme el peor de los escenarios, una ventisca helada consiguió que dejara de pensar y fuera al auto por un abrigo.

Por unos cuanto minutos me quedé revolviendo las maletas y, luego, aunque no sirviera de mucho, levante el capot para mirar el motor que me hizo retroceder. La humareda que largaba mezclada con un fuerte olor a nafta no fue de lo más alentador. Al contrario, mi instinto empezó a llenar mi cabeza de ideas macabras. Ideas que me aterraban.

Un GPS mal programado, un motor que daba lastima de lo fundido que estaba.  

¿Y si la agencia me lo había hecho apropósito?

Las películas de los secuestros y la trata de persona me comieron la cabeza.

¿Quién me manda a ver tantas películas?

Volví a analizar mi situación, solo para dejar de pensar estupideces. Tenía una botella de agua y medio paquete de galletas dulces y una valija llena de ropa.

Esa mañana, había salido con apuro, como siempre, después de priorizar mis horas de sueño (me gusta dormir hasta tarde), un buen desayuno, además de que se me había ocurrido golpearle la puerta a los chicos con los que me estaba quedando en Nueva York para contarles sobre el cambio de planes; y ahí fue donde había metido la pata, sí señor, porque ni bien dije hola, ellos habían comenzado a hacerme innumerables preguntas y yo como una tonta me deje llevar por la charla. Bueno en realidad estaba tan entusiasmada que tenía que trasmitirlo. Y les empecé a contar todo sobre North Conwey y las colinas blancas.




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