Lecciones
Para Laine, lo que los jóvenes Mcsell necesitaban con urgencia eran lecciones. A ella, sin embargo, esto le resultaba bastante molesto. Después de todo, había recaído sobre sus hombros la responsabilidad de educar a esos niños. Aunque la mayor parte del tiempo no le importaba, había algo que siempre había sabido: aquellos chicos eran tercos. Tal vez ella les había contagiado esa terquedad, o quizás la habían heredado directamente de su padre. Sin embargo, hasta ahora, esa obstinación nunca había sido un problema.
Los jóvenes Mcsell, al menos los dos que eran conscientes de sí mismos, se habían propuesto expulsar a cualquier mujer que llegara a su casa con la intención de educarlos. Llevaban casi cinco meses en ese plan, y ni siquiera su muy querido abuelo había logrado convencerlos de aceptar a alguien.
En el asiento del copiloto del lujoso auto de su jefe, mientras su amiga manejaba con entusiasmo, Laine intentaba comunicarse con la mujer a la que iba a “liquidar” (en el sentido literal de la palabra). Sin embargo, la rubia no contestaba el celular, y la jefa de la niñera se negaba a atender otra llamada de Laine. Parecía que tendrían que buscar una agencia cuanto antes. Un suspiro de frustración escapó de la joven secretaria, quien finalmente dejó de lado los dispositivos electrónicos y desvió la mirada hacia la ventana.
Claudia no pudo evitar soltar un bufido burlón, lo que, por supuesto, provocó que Laine la mirara fastidiada:
—No me mires así —dijo Laine sin siquiera mirarla, manteniendo su vista fija en el tráfico—. Tengo todo el derecho de burlarme de tu estrés cuando me involucraste en contra de mi voluntad.
Laine dejó de mirarla y volvió la vista hacia la ventana, apoyando su rostro en la mano:
—Necesitaba un chofer… —sonrió con cierta gracia—. Y tú adoras manejar este cacharro.
Claudia no pudo negarlo. Manejar aquel auto era algo que la fascinaba. Después de todo, su familia se dedicaba al negocio automotriz, y ese amor por los vehículos lo llevaba en la sangre. Sin embargo, lamentaba que siempre tuviera que estar relacionado con los pequeños demonios Mcsell.
Laine, que no lograba relajarse en el asiento del copiloto, recostó la cabeza hacia atrás, pensando en cómo lograr que todo aquello se calmara. En momentos específicos, deseaba poder retroceder en el tiempo y olvidarse de ese estúpido trato con el pequeño Mcsell. Pero su terquedad (sí, su terquedad) no le permitía admitir que un niño que bien podría ser su hijo la sacaba de quicio. Esa era la principal característica que Ian Mcsell había heredado de su padre. Ambos eran expertos en manejar y fastidiar a Laine; parecía ser algo con lo que habían nacido.
Cuando se detuvieron en un semáforo, Claudia observó a Laine con una media sonrisa y levantó el celular de su amiga para ver la cantidad de llamadas perdidas de los distintos números que tenían a su disposición los hijos del jefe de ambas:
—Podrías simplemente decirle a Owen que lide con sus hijos… o amenazar con renunciar. Pídele que te suba el sueldo para lidiar con esto… —Laine la miró, pero Claudia ahora tenía la vista al frente mientras avanzaban. A pesar de las ganas que tenía, ninguna de esas opciones serviría, y ella no sería capaz de renunciar.
—El señor Mcsell ya lidia con sus hijos. Él sabe perfectamente que no voy a renunciar, y… ya me paga bastante, bastante bien —lo último hizo reír a Claudia, quien se ahorró la pregunta sobre cuánto le pagaban a su amiga.
—Pídele a Beth o al señor Mcsell que los convenzan. Seguro los escuchan—Laine que tomó nuevamente su tableta sonrió negando.
—Ya lo intente, pero no dio resultados.
Era muy cierto que los hermanos Mcsell escuchaban a su abuelo y a su tía. Claro, la pequeña solo escuchaba a su padre, y con Laine era obediente. Sin embargo, los dos mayores eran dos torbellinos que, ante cualquier inconveniente, ya planeaban una solución que les conviniera. Esto había sucedido en más de una ocasión, y Laine siempre salía perdiendo.
—¿Planeas rendirte entonces? —preguntó Claudia.
Laine, como si su amiga y compañera de trabajo hubiera tocado una fibra sensible, se giró inmediatamente, dibujando una sonrisa bastante molesta en su rostro. Claudia pudo imaginarse una nega saliente en su frente:
—No. Un pequeño travieso de ocho años no va a hacerme hacer algo que no quiero. Llevo muchos más años de experiencia que él en esto de fastidiar. No me ganará —dijo Laine, molesta, acomodándose en su asiento y haciendo que Claudia la mirara cansada.
—Creo que tú le contagiaste la terquedad a esos niños —admitió Claudia, viendo a la rubia aún molesta por el solo pensar en que ella sería la que cediera cuando se trataba de ellos.
Laine no podía negar que tal vez ella era mínimamente responsable de que esos pequeños traviesos fueran tan tercos. Sin embargo, no pudo evitar pensar que esa necedad la había heredado de Owen, el padre de aquellos tres niños. Owen era la persona más terca que ella conocía, y sus hijos eran un reflejo de su padre. Los tres, especialmente Noah en menor cantidad, eran un torbellino necio. Si se les metía algo entre ceja y ceja, no podían dejarlo pasar. Así eran los herederos Mcsell, y claro, así era su padre.
El pensar en Owen solo hacía que Laine se fastidiara aún más. Recordar sus azules y profundos ojos la hacía sentir atareada. Deseaba estrangularlo la mayor parte del tiempo: