Los Hijos Del Sr.Mcsell

Capítulo Tres - Manipulador, Mentiroso y Aprovechado

Manipulador, Mentiroso y Aprovechado

La rubia descansaba plácidamente sobre el fino y, por supuesto, caro sofá de su jefe. Sus hijos mayores se encontraban acurrucados a sus costados, viendo la gran pantalla que reproducía una película. La menor dormía tranquilamente sobre su pecho. Esa misma mujer, relajada y taciturna, estaba llena de problemas, provocados en su mayoría por esos mismos pequeños que se negaban a alejarse de ella mientras estuviera allí.

Laine estaba recostada en el lado más largo del sofá en L que adornaba la amplia sala de aquel departamento. A su lado derecho, Ian tenía la cabeza sobre su hombro mientras arrullaba a la bebé y veía la película al mismo tiempo. Noah, por otro lado, estaba recostado a lo largo del sillón, compartiendo el espacio sobre el pecho de Laine con la pequeña Jemina. La rubia le acariciaba el cabello al hijo del medio de su jefe, quien, al igual que su hermano, estaba bastante concentrado en la pantalla.

La mujer que había acompañado a Laine durante la mitad del día mientras cocinaba y cuidaba a Jemina se había ido a mitad de la tarde. Los jóvenes Mcsell habían vuelto del colegio después de eso, y el chofer (guardaespaldas) de los niños le había ofrecido a la rubia llevarla a casa o quedarse con ellos. Sin embargo, era imposible dejar a esos niños solos o en compañía de alguien que no hubiera pasado por los requerimientos necesarios. Laine sabía lo quisquilloso que era su jefe en esos aspectos, y tal vez le había contagiado a ella esa manía de sobreproteger a sus hijos.

Los pequeños Mcsell eran los primeros herederos del grupo Mcsell. Ian, de ocho años, era el primogénito de su padre, pero también el primer nieto del dueño de dicho grupo y el primer sobrino. Por lo tanto, sus hermanos, incluyendo a la pequeña Jemina, que apenas cumplía los siete meses, eran fácilmente un blanco para aquellos que consideraban a la familia sus enemigos. El pequeño Noah ya había sufrido por eso. No podían permitirse dar más confianza de la necesaria a personas que no la merecieran.

La familia Mcsell, dueña del grupo Mcsell, era una familia ancestral. Su descendencia era lo más importante para ellos. Eran la familia más unida de la alta sociedad. Aunque no eran la más grande, su vínculo era fuerte. Estaban unidos por la sangre, o vínculos más fuertes que eso, y cada miembro era querido sin importar cuán cercano fuera. Esto era especialmente cierto para los miembros de la familia principal. Los cuatro herederos Mcsell eran Atlas, Owen, Xane y Elizabeth. Cada uno tenía su propio papel en el grupo: presidente del bufete de abogados, director ejecutivo de sucursales. Los tíos consentidores de los pequeños Mcsell—los mellizos Xane y Elizabeth— también formaban parte de los negocios familiares a través del mundo.

Los pequeños Mcsell eran copias exactas de su padre. Ian, de ocho años, y Noah, de seis, compartían los mismos rasgos faciales. Muchas veces, mientras Laine convivía con ellos, podía ver a Owen en sus reacciones o expresiones. Eran dignos hijos del hombre en muchos aspectos. La pequeña Jemina, aunque no había heredado el cabello negro de su madre, también lucía como sus hermanos. Formaban un trío de traviesos en esa familia.

Al caer la noche y escuchar las puertas del ascensor que daban al último piso, todos supieron que el padre de aquellos niños, jefe Laine, había llegado a casa. Sin embargo, ninguno movió un músculo para recibirlo, como era la costumbre.

El hombre, bastante cansado y con la ropa igual de desordenada que aquella mañana, caminó hasta su sala. El televisor le avisó que su familia se encontraba allí, y al entrar solo se recostó sobre el marco de la puerta, cruzado de brazos y con una media sonrisa en el rostro. La sonrisa desapareció al recordar lo que sus hijos habían hecho, pero en ese momento estaba lo suficientemente agotado como para no regañarlos. Se acercó a saludar a sus hijos, besó la frente de Noah, quien había extendido los brazos sin despegar la vista de la pantalla, y acarició el cabello de Ian, dedicando una mirada a Laine, quien lo vio agotada.

Como si hubiera percibido el aroma de su padre, la pequeña que dormía sobre el pecho de Laine fue abriendo sus ojos poco a poco, soltando un pequeño sollozo. Owen la tomó en brazos:

—¿Por qué llora la pequeña princesa? —Habló con dulzura Owen a su hija, quien al escucharlo se acurrucó en su pecho, volviendo a cerrar los ojos—¿Han cenado?

Sus hijos asintieron, y Laine solo contemplaba al hombre que se sentó junto a ellos en el sofá. Había acomodado a Noah para sentarse con ellos mientras desabrochaba su camisa y despeinaba su cabello, sucio y cansado. Sin embargo, ese look despreocupado y cómodo hizo que Laine se tensara. Se removió en su lugar, tomó su celular y se alejó de los niños, quienes terminaron incómodos por la falta de Laine:

—¡Hey! —Exclamó Ian en reclamo—Aún no termina la película…

Noah se sentó ahora, acomodando su cabeza en su padre:

—Sí, prometiste que veríamos juntos la peli, Laine —dijo con voz suave el pelinegro menor. Laine, que buscaba sus cosas por la sala, se giró para verlos.

—Aún siguen castigados. Además, ya vimos esa película dos veces… y debo irme.

Owen no pensó en decir mucho, ya que sabía que no podía pedirle a la rubia que se quedara. Sin embargo, su mirada le decía eso, y la de los niños también. Lástima que Laine apenas le sostuviera la mirada al hombre cuando estaban con sus hijos. El pensar en quedarse con ellos para ella era más como una prueba que pasar que un rato de diversión; no podría tentarse a sí misma.




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