Los Hijos Del Sr.Mcsell

Capítulo Nueve - Renuncia Considerable

Renuncia considerable

—Ha infravalorado bastante el apellido McSell, señor… ¿cómo decía que se llamaba usted?

Estupefactos, quedaron las dos personas que, ese día, habían acudido a hacer negocios con el jefe de la rubia. Este, de pie en aquella gran sala, sentía que se sofocaba por la falta de aire. No es que estuviese teniendo un ataque de pánico o que realmente se estuviera quedando sin oxígeno, pero después de lo dicho por el pelinegro, todos —excepto, claramente, Owen— parecían demasiado tensos, como si se preocuparan de que sus pulmones no recibieran aire. Laine, convencida de que toda aquella situación se había provocado por su culpa, deseaba desesperadamente que alguien volviera a hablar para relajar el ambiente; de lo contrario, saldría corriendo.

—Miranda, señor McSell. Carlos Miranda —dijo Brennth, presentando de nuevo al hombre con una sonrisa que, en medio de la tensión, parecía genuina— ... Perdón al señor Miranda por su inoportuno comentario… Señorita Laine, en serio, lo siento por esto.

El pecho de Laine se contrajo al escuchar aquellas palabras, pues había juzgado erróneamente a la joven castaña, de quien había sido testigo en innumerables ocasiones, demostrando en pocos segundos de qué estaban hechos. Ahora, Brennth le parecía honesta —aunque no le hubiese dado la oportunidad de serlo anteriormente— y, sin poder hacer otra cosa, Laine sonrió, mientras la modelo fijaba su mirada en la bebé que ella mecía en sus brazos.

—No hace falta que se disculpe, señorita Brennth —intervino Owen, con un tono distinto al que había empleado con la castaña y, a la vez, haciendo caso omiso del hombre, quien volvía a desvanecerse en la conversación— ... Laine…

La rubia, en su papel de secretaria, se dirigió entonces hacia su jefe, quien le entregó los documentos que había tomado del hombre. Con una mirada seria —quizás para advertirle que tuviera cuidado con el tono o para evitar que volviera a quedarse callada—, se puso de pie.

—Lleva a la señorita Morris al departamento legal para que firme el contrato correspondiente. Te espero en mi oficina después.

Laine asintió; deseaba fulminarlo con la mirada por el tono con el que había hablado, pero contuvo sus impulsos para no desobedecer a su jefe ante terceros. Siguió sus órdenes y observó cómo el hombre se marchaba tras despedirse de Jemina y asegurarse de que las otras tres personas abandonaran el lugar. Al igual que Owen, Laine decidió ignorar al señor Miranda, pues no sabía cómo reaccionaría y prefería mantenerse al margen.

Poco después, en el ascensor, Brennth llamó:

—¿Señorita?

La rubia, cuyo rostro se había tornado pálido por la incomodidad, replicó:

—¡Oh! Perdón, ¿decías?

Al llegar al piso, salió apresurada, dejando que su acompañante la siguiera —habían dejado que su manager se retirara a recepción— para seguir con su camino.

Brennth continuó, con cierto tono apenado:

—¿Te preguntaba por el nombre de la pequeña? Aunque me siento algo mal por la forma en que Carlos te habló…

—Es Jemina. Su nombre es Jemina y no debe preocuparse por ello; usted no cometió ningún error —respondió Laine.

Con ternura, Brennth esbozó una sonrisa al mirar a la bebé, que, tras haber pasado gran parte del día dormida, comenzaba a observar todo a su alrededor.

—Gracias por ser tan comprensiva y por traerme hasta aquí —comentó Brennth, mientras ambas se encontraban frente a la oficina del abogado de la compañía, encargado de explicar y hacer firmar el contrato. Laine se despidió cortésmente:

—Es mi trabajo.

Al girarse, Laine vio a la mujer de mayor estatura entrar en la oficina. Mientras acariciaba el cabello rubio de la bebé en sus brazos, reflexionó sobre los pros y contras de dirigirse de inmediato hacia donde se encontraba el padre de la niña. Finalmente, decidió bajar tres pisos usando las escaleras hasta recepción, donde Claudia, al verla con la bebé, soltó una gran risa.

Rodando los ojos ante la burla de su amiga, Laine se acercó hasta donde Claudia trabajaba, se sentó a su lado y observó cómo empleados y clientes iban y venían, dejando pasar el tiempo para que quizá, de alguna manera, el mal humor de su jefe se suavizara.

—¿Entonces? —preguntó Claudia mientras Laine jugaba con las diminutas manos de Jemina.

—¿Entonces qué? —respondió, fingiendo inocencia, la rubia mientras ladeaba la cabeza con una leve sonrisa.

—No te hagas la chistosa, estás aquí por algo. ¿Qué pasó?

Laine soltó un suspiro, resignada a aceptar lo que su amiga le reprochaba:

—Digamos que el señor McSell no está del todo feliz y…

—Estás huyendo en lugar de ir a ver cómo va a reaccionar —completó Claudia, poniéndose de pie frente a ella.

—Siempre termino perdiendo, eso iba a decir. No eres muy buena en este juego —se burló Laine.

—No, pero debes admitir que digo la verdad. Por ello, deberías alejarte de aquí y enfrentar tu regaño.

Aunque Laine fingió molestia, al ver que la bebé imitaba su expresión, sonrió con renovada confianza. Se levantó y, junto a Claudia, comentó:




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