Cuarenta Dolares
Molestia. Eso era lo único que podía sentir Laine desde hacía dos días.
Que las cosas no salieran como ella quería era algo que ya habíamos dejado claro: le molestaba. Pero que ella fuera parte del plan de alguien más y que ese supuesto plan sí saliera bien, eso la irritaba aún más. Sentir que era llevada por la corriente y no que ella llevaba la corriente la enfurecía, especialmente cuando se trataba de los planes que Owen había hecho egoístamente, involucrándola sin consultarla. Ese hombre solo la molestaba una y otra vez. Esa era la razón por la que estaba a punto de explotar... eso y el hecho de que, en dos días, no había recibido ni una sola explicación de qué demonios estaba tramando.
Tampoco es que ella la pidiera.
Laine, claramente, no se quedó más tiempo aquella tarde. Salió de aquel lugar en cuanto tuvo la oportunidad—aunque tuvo que bajar doce pisos en silencio y frustrada. Después de aquello, apenas le había dirigido la palabra a su jefe, quien tampoco parecía estar muy feliz. Mucho menos cuando Laine se negó a ir en el mismo auto con él, a pesar de que ambos tenían que ir al mismo lugar todas las tardes.
Sentada en su escritorio, Laine revisaba en silencio los documentos que la menor de los McSell le había llevado ese día. Sí, Elizabeth McSell estaba frente a ella y había ido personalmente a entregarle unos papeles que, en realidad, ninguna de las dos necesitaba con urgencia. Pero la pelinegra, hermana del jefe, tenía una razón clara: estar frente a su amiga mientras hablaban de aquel tema en específico. Era importante. Laine podía fingir estar perfectamente bien mientras hablaban por teléfono, pero teniéndola cara a cara, su rostro tenía subtítulos, y Elizabeth—Beth—disfrutaba eso. Para Laine, era un rasgo hereditario o, al menos, contagioso de los McSell.
Beth llevaba un rato observando cómo su amiga cambiaba la expresión de su rostro mientras pensaba en qué decirle. Era algo que solía hacer la rubia cuando buscaba una excusa o intentaba inventar una mentira sobre la marcha. Y claro que se conocían lo suficiente como para saber que ese truco no funcionaría. Por eso, al escuchar el ascensor abrirse y ver a Claudia entrar con cafés y galletas, la rubia suspiró:
—Son un gran fastidio —bufó la mayor de las tres mujeres, dejando los documentos de lado y recibiendo el café que su amiga le ofrecía.
Claudia tomó asiento frente a ella junto a Beth, quien también tomó su bebida y una de sus galletas favoritas.
—Nos amas, bebé. Ahora, cuéntanos, ¿qué es todo ese teatro?
Claudia, la más atrevida de las tres, no tuvo reparo en decirlo, aun con el peligro de que Owen, que estaba en su oficina, la escuchara.
—No tengo la menor idea. ¿Quieren creerme? —dijo Laine, dando un sorbo a su bebida y encogiéndose de hombros.
Ambas mujeres la miraron con duda y luego se vieron entre sí.
—No sé qué esperaban escuchar, pero no se me informó nada. Sé exactamente lo mismo que ustedes.
Beth dejó su bebida a un lado y le dedicó una sonrisa ganadora a sus amigas. Una sonrisa que era exactamente igual a la de Owen, por lo que Laine la fulminó con la mirada.
—Pues tengo algo que, al parecer, terminará de pudrir tu humor, querida —declaró la pelinegra—. Adivina quiénes irán a cenar esta noche.
Laine y Claudia fijaron su mirada en Beth, quien sonreía jugueteando con su cabello, esperando que sus amigas le preguntaran de quién se trataba.
—¡Oh, vamos! ¡Pónganle un poco de interés y emoción a esto! —exclamó, haciendo un ademán con las manos para animarlas.
—¡Solo dilo ya! —exclamó Claudia, inclinándose hacia atrás.
Laine, que apoyaba su cabeza en su puño mientras tomaba café, escuchó los pasos de Owen acercarse a la puerta. Al ver el reloj en su escritorio, supuso que tenía una cita con uno de sus socios. Una cita a la que ella, claramente, no asistiría. Y no, no era porque estuviera molesta. Cuando se trataba de trabajo, la rubia siempre cumplía con sus obligaciones. Simplemente, aquel socio había solicitado específicamente que Owen asistiera solo. Era un accionista cercano a la familia, y Laine no se tomaría la molestia de ir solo para esperar fuera del auto.
La puerta de la oficina se abrió y Owen, vestido con un traje azul tan oscuro que casi parecía negro, observó a las tres mujeres que rodeaban el escritorio. Su mirada se fijó en Laine, quien, al verlo salir, se puso de pie, mientras que su hermana rodaba los ojos y Claudia, que reaccionó tarde, también se levantó.
Los ojos azules de Owen parecían analizar a Laine mientras se acercaba a ella lo suficiente como para susurrarle algo al oído. Lo que dijo dejó a las otras dos mujeres estáticas en sus sitios. Más aún al ver la expresión que se formó en el rostro de la rubia, quien pareció quedarse sin aire.
—Nos vemos esta noche, colita —se despidió Owen, dirigiéndose a su hermana, quien tenía la misma expresión que Claudia. Beth solo alzó la mano y la sacudió en un gesto de despedida.
Owen se alejó de Laine, dejándola estática en su lugar. Y, sin más, se fue, guiñándole un ojo desde el ascensor. Solo cuando las puertas se cerraron, la mujer sintió que podía volver a respirar... al igual que las otras dos.
—Eso… eso sí que es tensión… —murmuró Beth.