Malentendido
—¿Señorita? Señorita…
Laine se preguntaba internamente si en otra vida había sido la causante de alguna tragedia, si había sido la culpable de la desgracia ajena o si acaso había dado a luz en otro plano a un genocida. Porque si no había hecho ninguna de las acciones anteriores, no entendía por qué el mundo se estaba empeñando en convertirla en la mujer más miserable de los últimos días. Cada día daba un paso más abajo en los círculos del infierno, y el estrés se iba acumulando poco a poco, sabiendo que tarde o temprano iba a explotar.
La rubia se encontraba sentada en el asiento del taxi que la llevaría del departamento hasta el colegio donde los hijos de su jefe la esperaban. Aunque, después de estar dentro de ese auto en movimiento y sin poder saber qué haría más adelante, había algo que sabía: debía empezar a pensar cuanto antes cómo solucionar su vida, y más aún, cómo solucionar lo que sentía.
Todo se estaba cayendo. Laine parecía sentir que su mundo se venía abajo sin que ella tuviera la menor posibilidad de detenerlo. Ella solo era una espectadora de su destrucción o autodestrucción, porque, aunque no lo quisiera admitir, tanto Elizabeth como Claudia creían que ella podía parar todo aquello. Ellas tenían, según Laine, una fe ciega en ella, una fe que no tenía ningún tipo de sustento.
Para Laine, el cómo iba su vida era bastante bueno. Había avanzado, sentía que todo su pasado había quedado atrás, y ahora lo único en lo que tenía que concentrarse era en cómo mantener a raya a tres niños traviesos. Pero no, no todo podía ser tan bueno, y ahora parecía haber retrocedido todo el camino que había avanzado. Volvía a ser aquella joven Wilson que no era más que un títere, aquella joven que su familia parecía despreciar, aquella joven que no tuvo más opción que escapar.
—¡Señorita…! ¡Señorita!
La voz fuerte del chofer hizo que Laine se alterara, pero al fin reaccionó. Después de todo, llevaba casi diez minutos intentando que ella saliera de sus pensamientos, pero estos parecían estarla absorbiendo por completo.
—Ya hemos llegado.
—Oh, bien, gracias —dijo, tomando a Jemina del porta bebés y saliendo del auto en busca de los dos hermanos de la pequeña rubia en sus brazos.
El procedimiento para recogerlos fue rápido, por lo que, después de unos minutos, Laine ya llevaba a un niño tomado de cada una de sus manos, mientras ambos hablaban de cómo les había ido aquel día.
—¡Y hemos recibido dos estrellas hoy! —comentó Noah.
—¡Fuimos los mejores! —La voz de Ian, animado, hizo que la rubia le revoloteara el cabello mientras le aseguraba el cinturón de seguridad.
—Sin gritos, ¿en qué clase recibieron la estrella? —les preguntó, una vez los tres niños estaban dentro del auto, con la pequeña dormida y sus hermanos bastante animados.
—¡Deportes! —respondió Ian rápidamente, a lo que Noah asintió—. Hemos corrido más rápido y Noah ha logrado seguirme el ritmo por completo.
—¡Felicidades! —dijo con una sonrisa—. Noah se ha esforzado mucho por eso, tu tutor estará encantado de escucharlo.
El joven de piel negra asintió mientras tomaba agua, al igual que su hermano. A pesar de no estar en el mismo grado, ambos eran lo suficientemente cercanos el uno al otro como para tener las mismas clases extracurriculares. Eran compañeros en sus clases de natación, deportes, música y, aunque Noah lo amaba e Ian, por su parte, lo odiaba, ambos tomaban la misma clase de equitación.
Para cuando llegaron a casa, ambos ya se encontraban más que agotados, por lo que, después de un baño y comer algo, ambos terminaron durmiendo junto a Jemina, con Laine que, junto a ellos, trabajaba. Elizabeth, aunque sin ganas, había accedido a ayudarla. No con el cuidado de sus sobrinos, ya que sabía que sería un caos que no fuese Laine quien estuviera con ellos, sino con Brennth, con quien se reuniría en lugar de su amiga. Después de todo, ese debería ser su trabajo, aunque no estaba muy feliz de hacerlo.
Mientras los tres pequeños McSell dormían, la rubia tomó sus cosas y decidió continuar con su trabajo en la sala. Necesitaba evitar a toda costa que ellos despertaran, así que, en puntillas, salió de la habitación, cerrando la puerta detrás de ella y soltando una pequeña maldición al salir y encontrarse frente a su jefe.
Owen casi suelta una carcajada al verla llevarse las manos al pecho, aunque para la rubia eso no fue para nada chistoso.
—Casi muero, y usted se ríe. Es… insoportable.
—¿Duermen? —preguntó, ignorando el comentario.
—Así es. Los dejé solos para poder concentrarme sin temer despertarlos —dijo caminando hacia las escaleras.
Owen la siguió mientras desataba el nudo de su corbata y, soltando un gruñido, le avisó a Laine que no podía quitarla. La rubia dejó sus cosas en la mesa del sofá y se acercó a él, ayudándole a quitársela. Estando tan cerca el uno del otro, sus ojos se encontraron, clavándose sin incomodidad en la mirada del otro.
Los ojos azules profundos de Owen parecían perderse en aquellos ojos que lo miraban tan fijamente. Ambos estaban cómodos con esas miradas, después de todo, se veían el uno al otro de una manera que nadie más lo hacía. Y aunque nunca negaron lo que veían en el otro, siempre lo evitaban. Pero en ese momento, Laine rompió el momento, dejando sobre la mano de Owen su corbata y alejándose de él.