Los Hombres Z

Que Dios me imponga censura total

Vive un día de tu vida como si no fueras tú y descubre el terror que causas. Su traje y el porte guardándole luto a las palabras de la tumba. Silencio en el profanado cementerio, el único lugar del mundo donde los muertos no descansan. Las tumbas destapadas y saqueadas por los huesos. Le gustaba la privacidad, tan lejano a la bulla del centro, fue en algún momento un buen cementerio. Esa tumba estaba entera y debía de permanecer así. Eso o caería el destello del fuego y la sal. Era lo que decía una señalización vistosa alrededor de la tumba. Tiró las flores y se marchó en el caballo. Lapé lo estaba esperando afuera, pues él estaba en el camposanto profundo. Dieron la orden de seguir resguardando la tumba a los custodios y se fueron. Lapé no quería darle una mirada teniéndolo cerca.

     Lo acompañó en silencio durante el trayecto hacia el centro. El caballo a trote suave, los caminos congestionados de gente, animales y carrozas, la ciudad empezaba a despertar de a poco.

     Subiendo el alargado camino de la colina llegaron al asfixiante infierno del cemento. Volvía la bulla, el calor de la mañana, la exposición ante el mundo. Dejaron los caballos en un establo pequeño y se fueron a pie por la cercanía del destino. No muy lejos estaba la casona. Varios del barrio lo saludaban por cortesía, por haberlos visto toda la vida.

     Iban entre canchas, bodegones cerrados y casas en deterioro. Iban en silencio. El sol alumbraba otro día del mundo, quemaba otro día del mundo. Los guiaba la memoria. Cada barrio de la ciudad era insuperable sin la asistencia del recuerdo. Hacia el corazón de la colonia se veía únicamente peligro. Sujetos armados con el lacerante metal, la larga lanza, encorbatados con sombrero. Los saludaban con respeto y benevolencia, para el par no había ninguna amenaza.

     La casona debía de estar llena. La veían frente a ellos. Con hombres a caballo a manera de custodios. Entraron con un recibimiento solemne. Antonio pasó hacia un cuarto al fondo donde estaba la oficina. Le llegaron varios a su encuentro para llevarle café y comida.

     La oficina era fresca, pudo recuperarse de la incomodidad del calor dentro. No importaba qué tan insoportable fuera el sol, la estructura dejaba el paso libre de un aire limpio y frío purificado por las paredes.

     Se empecinaba en distraerse, el genio que había construido aquello le fue ordenado ornamentarlo a un nivel absurdo, Antonio llevaba tres años yendo de allá para acá y aun podía encontrar algún detalle nuevo. Se quiso que fuera así para encontrar alguna distracción placentera lejos de la vida dentro y fuera del barrio, del negocio y de los enfrentamientos. A veces le ayudaba a olvidar al único muerto que le pesaba, a veces le ayudaba a recordarlo.

     La belleza lo tenía hechizado en una reflexión informe, paralizado en el tiempo por una vista oscura y memorias salteadas.

     Tocaron la puerta, entraron, era Lapé. Lo vio absorto en sí y solo procuró hacer lo mismo que en la mañana, prestarle algo de compañía sin perturbarlo con su presencia. Tal vez pensaba en su muerto, en nada, estaba distraído en un punto de la nada y necesitaba hablar con él. Antonio no dejaba de mirar con su alma perdida al infinito.

 

     —Dime lo que tengas que decirme. Seguramente es malo, últimamente no tenemos nada bueno qué saber.

     —Sí…

 

     —Ellos de nuevo, ¿no?

 

     —No hay nadie más de quien preocuparse, primo.

 

     —¿Y qué pasa ahora? —Antonio no alzaba la vista.

 

     —Están preparando algo para nosotros, no sabemos muy bien qué es.

 

     —Era de esperarse, son más que una piedra en el zapato. Prepárense bien para cualquier cosa que vayan a hacer, debemos de esperarnos una sorpresa siempre, nos confiamos y perderemos.

 

     —Está bien, primo. Yo te dejo.

 

     —Cuál dejarme —le vio el alma—, yo me iré contigo. Hoy quiero desestresarme. ¿Todavía nos están peleando los terrenos al sur, verdad?

 

     —Sí.

 

     —Vamos a acabar con eso de una vez. Trae diez, veinte muchachos, vamos veinte y volvemos tres o todos.

 

     Lo dijo Raúl en algún momento, a él le había quedado. Estaban Raúl, él y dieciocho muertos. Fueron a conquistar los terrenos de los cereales y los cultivos. «Vamos los veinte y regresamos tres». Todo aquel desanimado por la empresa, mágicamente estuvo convencido con la esperanza de volver. Fueron y hubo una carnicería. Solo volvieron tres. En aquel momento, el tercero era uno de los nadie que fue a acompañarlos, se partió el cuello al caerse de un caballo a los días de volver. Al final las tierras eran suyas.

     La vida era buena.

     Antonio estaba fresco, reposado y con el luto sacudido se veía rabioso. Era ahora mismo. Le dijo a Lapé. Había un barrio al otro lado de la ciudad, no muy grande, pero bastante molesto, un azote que debía de cambiar de administración. Ellos eran más grandes, más fuertes y generalmente la subordinación era lo que conseguían naturalmente. Pero los mismos ballesteros habían roto ese respeto solemne, se les han alzado varios, aquellos eran uno de esos varios. En la cabeza de Antonio funcionaba ser aleatorio, jugaba en contra de la premeditación, sabiendo que ellos no operaban decidiendo algo al azar.



#2541 en Otros
#427 en Acción

En el texto hay: justicia, amistad, delincuencia

Editado: 25.06.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.