Los Hombres Z

Qué bien debe ser tener todo el mundo a tus pies

Todo como acartonado. El suelo, la gente, el cielo, las casas, las canchas, el balón. Todo era así, muy sucio y cubierto por tierra. La gente parecía tener las intenciones igual de sucias. Igual los niños, peor, porque eran niños y solo sabían ser crueles. Nunca tuvo duda de nada, y le parecía tan normal aquello. Ese era su destino y había que abrazarlo, no había más que hacer. Crecería naturalmente allí, ya después haría algo, cuando tocara, al final él también era un niño. Solo le preocupaba jugar con los demás, ver quién era el mejor, reírse de los malos que eran los otros, molestarse ocasionalmente con alguien solo para buscar la alegría de la reconciliación y cuidarse, aunque bien sabía que en cualquier momento podía pasar a ser un diablo, no había qué tentar a la suerte poniendo a prueba los límites de su malicia. Igualmente, el mundo le parecía inofensivo; las nubes no le harían nada; la lluvia no lo enfermería, así como no lo enferma el agua de la casa; los grandes solo le devolvían una sonrisa, una burla que él evadía o una amedrentación con la lengua que él replicaba. Nada le pasaría, estaba protegido y bendecido.

     Tenía a los suyos, eso era importante, aunque a veces fueran unos imbéciles, eran los suyos, los únicos con quien se las pasaba todo el día. Eran las vacaciones y estar con ellos era apasionante. En el intento de escuela no lo conmovían ni las maldades que nunca le atrapaban. Ellos sí eran su vida.

     Cuando llegaban con un moretón, que sabía que no se lo hicieron entre ellos, interrogaba para buscar inmediata venganza. Más de una vez se inventó alguna artimaña asquerosa para atormentar a quien haya osado a meterse en contra de alguno de los suyos, eso estaba prohibido.

     Él era el más fuerte, de entre todos era el que más fuerza tenía, tanto que podía ser perfecto rival contra cualquier adulto debilucho. Con eso iba a la cabeza del grupo, lo dominaba, y aunque permitía que se metieran con él en juegos, no dejaba que le tocaran una fibra nerviosa.

     Conocía a todos en la barriada. No había nadie de quien no supiera, los peligrosos, los medianamente decentes y los inofensivos.

     Una familia se fue, huyó, desaparecieron, dejaron sola una casa. La usaban para jugar, esconderse, tenían por dónde meterse, eran pequeños y el mundo se les abría. Se sentaban a hablar como si fueran grandes, de cualquier tema que tuvieran entre común, ellos eran familia con eso.

     Un día vio a un par de personas nuevas, caminaban como si esas fueran sus calles, como si esa tierra también la compartieran con el resto.

     Imposible, había que ver.

     En su cabeza ya se estaban desvaneciendo los juegos, los escondites, las charlas, la tierra era incómoda, pero esa casa, no, no podía ser el refugio de otros.

     Subió por una señalización que tenía borrado el nombre de la calle. Se metió por el techo sin hacer ruido, abrió la lata para poder meterse.

     Vio adentro, no parecía habitada, todo estaba igual.

     Bajó de un salto, confiado de todo, pero lo asustó una silueta parada al final de la sala, dando a la cocina.

     Un niño, con el cabello largo, con lentes, la piel gris y acanelada, con un vaso de agua en la mano y una piedra guardada en la otra.

     No hablaron, el niño solo señaló la salida con la mano que tenía la piedra y se fue.

     Estaba desorientado, molesto, le quitaron algo que creía suyo, y ese niño tenía toda la pinta de ser un imbécil que no le agradaría. Pero vivirá ahí, lo conocerá, lo conocerá muy bien, solo hacía falta esperar.

     Solo tuvo que pasar una semana.

     Estaban todos jugando con el balón, fútbol. Y lo vio llegando de lejos. Sí, que se acercara. Finalmente llegaría la hora. Estaba descalzo como ellos, parecía recién bañado. Detuvo el balón. Todos los demás se detuvieron, vieron la dirección en la que él veía, se acercaba ese niño.

     Se paró enfrente, recto, sin miedo y dijo que la llevaba. Empezó por reírse. La malicia la tenía atragantada. Los demás se rieron con él. Lo primero, burlarse de cómo se veía, eso debía ser inaguantable, sobre todo para él que se veía distinto.

     Hizo una mueca, como si no le doliera, y dijo que se quedaría llevándola. Se puso a un costado mientras los otros jugaban, y cada mala jugada era señalada como culpa del espectador, cada insulto que se lanzaban entre ellos era un insulto ingenioso contra el muchacho que no jugaba.

     Solo hacía muecas. A sus ojos no lo engañaba, lo veía con una sonrisa burlona, estaba molesto, capaz a punto de llorar, pero la mueca parecía retener las lágrimas.

     Se cansó de verlo esperar, había que humillarlo también en la cancha. Separó a los equipos, los mejores con él y los demás malos con el otro muchacho. Protestaron, lo empujaron, le metieron unos lepes en la cabeza y en la nuca.

     No se inmutaba, solo estaba para jugar. Lo dejaron sacar a manera de burla.

     Él fue como un toro a barrerle las canillas, como una fiera fue solo a eso, a darle una buena patada y tumbarlo. Pero no pudo acercarse, el otro niño volaba con el balón en los pies, no podía alcanzar el balón y las patadas solo daban en el aire, lo vaciló tanto que lo hizo caer solito.



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En el texto hay: justicia, amistad, delincuencia

Editado: 25.06.2024

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