Los niños que nadie quería

2

El inspector Jeremy Scubs y el sargento Flanagan bajaron las escalinatas de New Grane poniendo especial cuidado en no resbalar por las afiladas piedras. A orillas del río el viento parecía cobrar algo más de fuerza y acercaba, en oleadas, la pestilencia de sus aguas. Sujetaron los sombreros sobre sus cabezas y colocaron pañuelos sobre sus fosas nasales. 

Abajo los esperaban dos agentes y el médico forense junto al cadáver que se hallaba sobre la grava, boca arriba, con los brazos extendidos y las piernas abiertas. Un grupo de curiosos, reunidos en lo alto del malecón, los observaban. 

—Buenos días —saludó Scubs; Flanagan lo imitó. 

Las tres voces respondieron en un murmullo. 

—Un muchacho de unos quince o dieciséis años —informó el doctor Sfuttier—. Lo han degollado con un solo corte y luego lo tiraron al río. 

Una sombra de pesar atravesó la mirada del inspector. 

—¿Quién lo encontró? —preguntó. 

—Yo, señor. —El mayor de los policías levantó el índice—. En realidad, me alertaron unos muchachos que caminaban en la madrugada —reconoció, torciendo el gesto. 

Scubs asintió. 

—¿Cuál es su nombre, agente? 

—Clarkson, señor. Y él es Gibson. 

—Somos de Limehouse —añadió este último. 

El inspector levantó las cejas con un atisbo de sonrisa. 

—¡Oh! Allí está el superintendente Palmer, ¿verdad? —Los hombres asintieron—. Encantado de conocerlos. ¿A qué hora sucedió, agente Clarkson? 

—Al amanecer. Terminaba mi ronda. 

—Seguramente, el cuerpo llevaba rato en el lugar —apuntó el forense con su voz grave y cavernosa—, habrá resultado imposible verlo durante la noche. Es de suponer que lo mataron en algún barco o en los muelles; no se ven golpes severos, pero no puedo decir mucho más hasta que haga la autopsia. 

—Entiendo. —Scubs se acercó al cadáver y lo observó minuciosamente: había sido un chico de piel blanca, aunque ahora se veía morada; tenía el cabello oscuro y algo crecido; ropas muy gastadas, calcetines agujereados. 

—¿No llevaba calzado? 

—No, señor —respondió Gibson—, es probable que le quedara grande y lo perdió en el agua... 

El inspector recordó al chiquillo que había conocido cerca de un mes atrás en la estación de Hillside Bell, arrastraba las botas para que no se le salieran de los pies al caminar. Sí, era posible que este pobre muchacho también llevara un calzado que no correspondiera a su talla. 

—Tiene los dientes cariados y la piel, de las manos y las rodillas, rugosa —señaló el médico—. No parece un muchacho de familia, presumo que trabajaba... Tal vez vivía en la calle. 

Scubs asintió con tristeza. 

—¿Alguna señal distintiva que se vea a simple vista, algo que ayude a identificarlo? —preguntó mirando a uno y a otro. Los tres negaron con la cabeza. 

—Bien, lléveselo, doctor —murmuró. Por el rabillo miró a su sargento, que mantenía los labios apretados sin saber qué decir. Se dirigió entonces a los dos agentes—: Investiguen por los alrededores, a ver si alguien echa en falta a algún muchacho. 

Los hombres bajaron los párpados, tal vez pensando en la inutilidad del recado; de todos modos, sin decir palabra, asintieron y giraron sobre sus talones. 

Scubs y Flanagan observaron cómo los robustos ayudantes del médico cargaban el cuerpo y lo subían por la escalerilla hasta el carruaje forense. El silencio golpeaba como una bofetada, el muerto era demasiado joven. Aunque si vivió en la calle, pensó el inspector, vivió más que muchos.  

—Bien, sargento —dijo luego de suspirar profundo y comenzar a subir la escalinata. Necesitaba alejarse de ese olor tan horrible y de ese pesar—, vamos a buscar un dibujante para que haga un retrato del chico. 

—¿Para qué? —preguntó Flanagan con molestia, deteniendo su andar. 

El inspector se detuvo también y volteó. El viento le arremolinaba el cabello rojizo sobre la cara. 

—¿Cómo que para qué? Si queremos encontrar al asesino tenemos que identificar al muerto, ¿no? Alguien lo conocerá, supongo. —El rostro de Flanagan se endureció, metió las manos en los bolsillos del abrigo y aplastó el sombrero bajo su brazo. Echó a andar. Scubs lo alcanzó en dos trancos—. ¿Qué sucede, sargento? 

—¿De verdad cree que alguien se molestará en hablarnos de un muchacho que vive en la calle? 

—No podemos saberlo hasta que averigüemos algo. La pobreza no impide que haya una familia esperando por él. 

—A nadie le importa una boca menos que alimentar —masculló el sargento sin mirarlo. 

—A mí sí. 

 

* * * 

 

La señorita Amelia, sentada en el silloncito verde, bordaba junto al ventanal. Levantó la cabeza al sentir que alguien se asomaba a la puerta. 

—¡Emily! —exclamó con una sonrisa.  

Amelia Aldridge era una muchacha bella, de cabellos claros que recogía en bucles livianos a los lados de la cabeza. La criada recordó, al verla, al spaniel que tenían los Hattie en Dorchester. 

—¿Puedo molestarla unos momentos, señorita? 

—¡Claro! Por supuesto, entra. —Amelia apoyó el bastidor de madera sobre su falda y la invitó a sentarse en el sillón de enfrente—. ¿Qué sucede? 

Haciendo uso de la menor cantidad de palabras posible, como intentaba enseñarle el mayordomo de la casa, Emily le narró la visita de Fox y el motivo de la misma, esperando lograr que la muchacha infiriera por ella misma su deseo de ir a Londres a buscar al inspector Scubs. 

—Entiendo... —murmuró la señorita abriendo muy grandes sus ojos azules—. Podríamos enviar un correo... 

—¡No! —se apresuró Emily en responder—. Eso tardaría muchísimo, debemos encontrarlo ya. ¡Quién sabe qué cosas horribles estará sucediendo con esos niños! 

Amelia ladeó la cabeza y entrecerró los ojos 

—¡Bueno, no exageres! Los niños suelen hacer travesuras, recuerdo que cuando éramos pequeños, Arthur nos... 




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