—Ya no voy a poder ser tu amigo, seré solo tu hermano —le decía penosamente Camilo un día, camino del colegio.
—¿Por qué?
—Porque tengo que mirarte hacia arriba y eso no está bien.
—¿Por qué?
—Cuando un hombre y una mujer son amigos él debe ser más alto para protegerla.
—¿Eres tonto? Eso da igual —argumentó Amelita con rapidez.
—Pues yo creo que no. No sé por qué tengo que ser el más canijo de la familia.
—Pero si tú eres mi mejor amigo. No podemos dejarlo así de repente y decidir que solo somos hermanos. ¿A quién le ibas a leer tus versos y quién me iba a prestar los libros de aventuras? Oye, en serio, que quiero que sigas siendo mi amigo —le dijo la niña mirándole a los ojos desde arriba.
—¿De verdad no te importa que te acompañe y que te mire desde aquí abajo?
—Verás, intentaré andar un poco encogida, y en cuanto nos paremos en algún sitio me siento. Dentro de casa no importa. Además, aunque seas el más canijo, eres el más guapo, el más divertido y el más bueno. Me defiendes mucho más que todos los altos de la familia quitando a papá. Pero... con una condición.
—¿Cuál?
—Ahora que ya somos mayores no te dejaré que sigas llamándome Amelita, ¡lo odiooo!
—¿Y cómo quieres que te llame?
—A ver… Amelia es un poco serio, está bien para el cole o una historia de amor...
—Meli... Ame... Liíta... ¡Ya está! ¿Te gusta Lita? —le preguntó el hermano.
—Lita... ¡Lita te quiero!... ¡Lita, está usted suspendida! ¡Oh, Lita, Lita, Lita!... —La niña probaba así su nuevo nombre—. No suena mal, creo que cuando me acostumbre me acabará gustando.
—Lita… a mí me gusta, aunque cambiarte de nombre va a ser un poco difícil —decía Camilo entre risas—. Lo intentaré. También voy a intentar jugar más al fútbol a ver si crezco como dice mamá.
—¿Sabes qué? Además de mi mejor amigo eres mi mejor hermano.
—¡Gracias Ame... Lita!
Pasó cierto tiempo hasta que la tía Lita fue llamada Lita por todo el mundo a excepción de las monjas, claro, y don Eleuterio. Llegó un día en que hasta doña Petronila aceptó el nuevo nombre porque aquella hija suya, que iba a acabar con ella, había decidido no contestar a quien la llamase Amelita.
Lita se estaba convirtiendo en muy poco tiempo en una mujer sumamente atractiva. Con doce años ya medía 1,75, y no había chica en toda la ciudad tan alta como ella. A los catorce, además de atractiva, era explosiva. Su cuerpo se encontraba favorecido por todas las redondeces femeninas en los sitios adecuados y por todas las estrecheces, también femeninas y también necesarias para hacer resaltar las anteriores redondeces y darle ese aire gracioso y ligero que la acompañaría siempre. Su cintura, mínima y sabiamente decorada con anchos y llamativos cinturones, no perdería nunca su perfecta proporción con el resto de su cuerpo. El pelo negro y ondulado y los ojos enormes, rasgados, chispeantes y también negros, le daban un aire muy poco celta. Debió opinar la Naturaleza que estos colores oscuros irían mejor que los pálidos con aquel carácter apasionado que ya había decidido otorgarle. En Lita casi todo era grande. Su cuerpo, sus facciones, sus manos, sus dientes maravillosamente blancos, su espontánea sonrisa, su pasión, su amor. Su afición a los vestidos escasos y faldas menguantes que enseñaban con demasiada frecuencia aquellas piernas interminables, imposibles de tapar, serían el origen de frecuentes y absurdos conflictos. Su espléndido porte, espalda recta, cuello largo, sugerente y su mirada franca y directa, acaparaba todas las miradas de la gente cuando las dos chicas González paseaban por la calle Real o los Cantones. Se decía por la ciudad que aunque su hermana mayor era mucho más perfecta, la pequeña de los González se hacía irresistible, pero era una pena que fuera tan poco formal.
Con estos cambios, Lita iba observando el mundo cada vez desde más arriba. Una sensación de dominio especialmente útil en el colegio. Reñir desde abajo es más complicado para el que riñe y más ventajoso para el reñido. Por ello las avispadas monjas permanecían sentadas detrás de las mesas y colocaban a las amonestadas al pie de la tarima. Lita y su inseparable amiga Susana, eran llamadas a declarar una y otra vez. Solo una cosa impidió que Lita fuese expulsada de aquel santo colegio: su interés por los estudios. Sin embargo, doña Petronila era convocada periódicamente para hacerle partícipe de los desmanes de su hija:
—No atiende en misa, y hasta se ríe en ocasiones durante el rosario, sale al jardín cuando hay clase y se queda en clase leyendo cuando las demás están en el jardín. No atiende cuando se le habla y casi siempre está en las nubes. Está empeñada en que pongamos una canasta de baloncesto. Nunca está en las filas y lo peor es que muchas empiezan a imitarla… —Doña Petronila salía totalmente roja y abochornada y no podía entender cómo con estas faltas tan gravísimas no la echaban del colegio.
—¡Dios mío, Camilo, qué vergüenza, y tú tan tranquilo sin decirle nada!
Estaba claro que don Camilo apenas reñía a su hija, pues además de llegar a la conclusión de que era inútil, también era verdad que empezaba a sentir respeto por aquella personalidad cada día más fuerte y por el tamaño de aquel cuerpo. Tenía que disimular la risa cuando Lita, después de un sermón de su madre, se acercaba a él con aquella mirada llena de rebeldía. La niña le preguntaba una y mil veces por qué no podía ella jugar al baloncesto con sus hermanos altos, por qué en el cole la castigaban a todas horas, por qué las monjas eran cada día más difíciles de entender… Y así, aquel padre tranquilo aguantaba estoicamente las iras rebotadas de su esposa por un lado y las quejas de su hija por otro.
A pesar de estos pequeños conflictos, Lita iba madurando con seguridad. Aunque había cosas a su alrededor que ni entendía ni le gustaban, ya iba adquiriendo, a pesar de su corta edad, una sabia intuición que le ayudaba a evitar las tonterías que complican la existencia. Su vida era plácida y ella estaba decidida a disfrutarla, dándole la intensidad necesaria para hacerla interesante. Los cambios de su cuerpo le parecían mágicos y aunque a veces se sentía algo desconcertada no le preocupaban en absoluto. Era como si intuyese que le esperaban épocas duras, que tenía que aprovechar el presente y permitirse el lujo de dejarse llevar por la vida suavemente. Seguía creando aventuras emocionantes, que le permitían escaparse de los ratos aburridos. Era una sensación increíble ser capaz de huir del mundo real y dejarse llevar por las fantasías de la cabeza. Se podía escapar así de los sermones del párroco los domingos, de las visitas del amigo cursi, de los rosarios, y de tantas y tantas normas y formas que pretendían ahogar su buen humor sin conseguirlo.