Los ojos de la verdad

Capítulo 1

Estaba harta de tantos gritos. No lo soportaba más. Todos los días la misma historia con el mismo final. No podía seguir así. Ya no.

Necesitaba salir de esa casa para siempre. De esa vida. Pero para ello necesitaba ahorrar. Había empezado a trabajar de camarera en un bar cerca del barrio. No estaba mal. El sueldo era mediocre y los clientes a veces podían ser algo inaguantables, pero estaba acostumbrada a lidiar con ese tipo de personas.

Un año trabajando ahí y podría marcharme de ese estúpido y podrido barrio. Luego ya vería qué hacía. Lo importante era salir de allí.

Suspiré. Estaba cansada. Agotada en verdad. Hubiese dado lo que fuese por poder irme en ese preciso instante. Por olvidar todo y empezar de cero. Pero era imposible y yo lo sabía. 

—Yo puedo cumplir todos tus deseos.

Esa voz me sacó de mis pensamientos como si hubiese estado presente en ellos. Sabía que no tenía ningún sentido, pero acababa de decir justo aquello que yo tanto anhelaba.

Me giré y vi a un hombre de unos cuarenta años. Era corpulento, aunque tapaba todos sus músculos con un traje que seguramente costase más que todo mi armario. 

Lo miré atentamente como se rascaba la barba de un par de días.

—Ven conmigo —me ofreció mirando con sus negros ojos hacia una limusina aparcada a pocos metros de nosotros.

No lo pude evitar. Levanté mi mano y le crucé la cara con la mayor fuerza que pude.

¿Quién se creía que era?

Sabía que eso era algo habitual en el barrio, pero yo no pensaba hacerlo. Saldría de allí a mi manera.

Entonces, sentí cómo su fuerte mano me cogía del cuello y me levantaba varios centímetros del suelo. La respiración comenzaba a dificultarse. Traté de que me soltase pataleando y agarrando con mis manos la suya. Pero no conseguía nada.

Tenía una fuerza que casi parecía descomunal. Eso, o yo eran bastante debilucha. Y teniendo en cuenta mi delgado cuerpo y que nunca había pisado un gimnasio, podía ser lo segundo.

Miré suplicante sus ojos negros buscando una pizca de compasión, pero no la encontré. Esos ojos parecían completamente vacíos de todo tipo de emociones.

El aire dejaba de llegar a mis pulmones y mi visión comenzaba a nublarse cuando vi cómo la puerta de la limusina se abría y un joven salía de ella. No logré verlo bien. Todo estaba borroso.

—¡Suéltala!

La voz, aunque juvenil, era autoritaria y el hombre acató la orden al momento. Me recordó a cuando un amo le dice algo a su perro y este obedece sin dudarlo.

Instintivamente me llevé las manos a la garganta y comencé a toser encorvándome hacia adelante.

—¿Estás bien? —me preguntó retirándome un par de mechones pelirrojos de la cara.

—¡No! ¿Qué coño le pasa a ese? —chillé como pude mientras seguía tosiendo.

—Perdona su modales. Digamos que es algo...

—Gilipollas —interrumpí yo.

—Bueno, yo iba a decir temperamental —respondió entre risas.

Entonces levanté la vista para mirarle. Era alto, de un 1,80 aproximadamente. Tenía los ojos claros. De color azul celeste. Y su mirada era entre seria y curiosa. 

Parpadeé un par de veces tratando de que no se notase que su atractivo me había impresionado.

—Siento lo ocurrido. Soy Jayden —se presentó pasando su mano entre sus rubios cabellos.

Traté de descifrar su mirada. Sus facciones eran juveniles. Tendría unos 25 años o así, pero su mirada era intensa e infundía respeto. Y eso le hacía parecer mucho más mayor.

Su olor también era juvenil. Ligero y fresco, aunque envolvente y atrayente.

Su cuerpo estaba claramente musculado, pero no era tan corpulento como el otro tipo. Era marcado, pero flexible. Y, al igual que su acompañante, vestía un traje caro. Estaba claro que el dinero no les faltaba.

—Aylén —respondí algo seca—. Y no estoy interesada en tus asuntos de proxenetas —aclaré.

No quería malentendidos. Agradecía que hubiese intervenido con el loco ese, pero no lograría nada de mí. En el barrio tenía a cientos de chicas dispuestas a ello, pero yo no era una de esas.

Él comenzó a reírse y por primera vez su rostro se dulcificó.

—¿Tengo pintas de proxeneta?

No parecía enfadado, ni ofendido. Más bien curioso.

Volví a repasarlo. Era cierto que su ropa era más cara que la de los tipos esos y que tenía cierta elegancia de la que el resto carecía. Quizá no lo era, pero bueno, sería algo de ese estilo.

—¿Qué más puedes ser ofreciéndome el paraíso?

Volvió a reírse. No entendía cuál era la gracia, pero él parecía estar pasando un buen rato.

—Bueno, en ningún momento he dicho la palabra paraíso.

—Da igual.

—Pero no, no soy un proxeneta, soy un demonio.

Suspiré. ¿Demonio? Debía reconocer que era una forma original de referirse a lo que hacía. Casi parecía que hasta le daba algo de glamour.

—Proxeneta, narcotraficante, demonio... llámalo como quieras, todos sois iguales y yo no estoy interesada.

El chico abrió la boca para decirme algo, pero enseguida pareció cambiar de idea.

—Señor, tenemos que irnos ya —mencionó el loco de antes.

—Cierto —Se giró hacia mí—. Ya nos veremos.

Y más que una forma de despedirse, me pareció una promesa.

 

 




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