Es un experimento aleatorio que consiste en realizar una única prueba con dos resultados posibles y excluyentes: éxito y fracaso.
A la hora de resolver un crucigrama, lo difícil es comenzar. A medida que avanzamos, gracias al cruce de palabras, cada vez irá resultando más sencillo al aumentar el número de pistas alfabéticas. Isidro era un experto en este tema. Sabía que ya podía completar el 90% o el 95% con solo fijarse un poco. Pero, como persona excesivamente metódica que era, prefería ir paso a paso para asegurarse y no meter la pata. Así que, leyendo entre líneas las pistas que tenía y siguiendo su intuición, iba a tener una conversación con los padres de Mauro. No podía olvidar aquellos rumores, a los que nunca prestó atención (no porque no los creyese, sino porque no era asunto suyo), sobre una posible relación de Salka con un profesor de Economía Aplicada.
Aquella mañana de sábado había sido invitado a participar en unas conferencias sobre la “Modelización de variables del sector turístico en la isla de La Palma” organizadas por el cabildo de su lugar natal. Se había levantado muy temprano para coger el avión de las ocho de la mañana, avión que le llevaría desde el Aeropuerto de Los Rodeos (Tenerife) hasta el Aeropuerto de Mazo, y que le permitiría estar en la sede del cabildo insular, en Santa Cruz de La Palma, alrededor de las nueve, hora de comienzo de las ponencias.
—¿Seguro que estarás bien tu sola, cariño? —le había preguntado a Marlene al despedirse.
—Sí, no te preocupes. Date prisa o perderás el vuelo.
La prosperidad sociocultural había sido generosa con la isla de La Palma en los últimos años. Los cambios en la mentalidad de la población habían logrado que, en 2010, el turista ocasional percibiera una mezcla de progreso y modernidad que era la envidia de otros lugares pequeños. De ser anteriormente una sociedad abierta y cerrada (abierta con el visitante, cerrada en sus férreos y arcaicos principios), había llegado a convertirse en una sociedad abierta y abierta. Lo que nunca había perdido la isla, y eso había que agradecerlo, era ese carácter acogedor de sus gentes. Sus pueblos eran, y seguían siendo, auténtica mermelada.
Cuando Mauro e Isidro llegaron a la ULL, a principios de los noventa, habían dejado atrás una sociedad que, poco a poco, empezaba a abrirse camino gracias al empuje de una juventud ilusionada y emprendedora, nadando contracorriente y venciendo el oleaje ultraconservador de la generación anterior. Y es que Santa Cruz de La Palma había sido, por lo menos en la década de los ochenta, una ciudad perdida. Como en todos los lugares pequeños, donde todo el mundo se conoce, la perezosa evolución social suele tomarse su tiempo para avanzar pausadamente. Los padres y abuelos de aquellos jóvenes soportaron una profunda división clasista, pues había un importante sector de la sociedad (el que movía el dinero, el que gobernaba) que estaba constituido, en su mayoría, por un grupo de individuos cercanos a los dioses gracias a la herencia de sus antepasados: infinitos apellidos cuyas sílabas eran auténticos versos de plata. El progreso pasaba de largo mientras estos fósiles con piernas seguían anclados restregando con orgullo su elegancia social. Santa Cruz de La Palma, definitivamente, había sido uno más de esos lugares donde la caricatura cobra vida.
Los padres de Mauro habían pertenecido a ese grupo responsable de que la ciudad vegetara y creciera a paso caracol. Pero tras la muerte de su hijo, y ayudados por el empuje juvenil que había impulsado la isla desde los noventa, se habían adaptado muy bien a los cambios. Aunque algunos como Mauro se habían quedado en el camino, los jóvenes habían vencido. Aquellos (mayores) que antaño habían creado una macrosecta que los protegiera del ganado popular, habían sido sutilmente recluidos en los encorsetados rediles de su mundo medieval. Ahora ellos eran el ganado; de pata negra, sí, pero ganado al fin y al cabo.
Pero lo que Isidro tenía claro era que los padres de Mauro jamás habrían aceptado que su hijo tuviese una novia de piel negra. Aquella mañana, al terminar el ciclo de conferencias, se acercó a su casa.
—¡Hola, Isidro! Se te ve muy bien. —Ángela estampó dos besos en ambas mejillas del profesor. La costumbre que había en la isla de La Palma de dar un solo beso también había cambiado.
—Gracias, Ángela. Tú sí que te conservas como una chiquilla. —Aunque a Isidro le parecía que su maquillaje era excesivo para la edad, sabía que Ángela agradecía este tipo de cumplidos—. ¿Cómo está don Mauro?
—Tiene bastantes achaques. Se pasa todo el día en la finca y, cuando llega por la noche, no hace más que quejarse de la espalda. Le digo que deje de trabajar, pero ya sabes cómo es. Le diré que viniste a vernos.
Don Mauro no necesitaba trabajar. Las fincas de plátanos les habían concedido vivir con bastante margen para permitirse casi cualquier lujo, aunque ellos no eran precisamente despilfarradores. Más bien al contrario. Le dieron a su único hijo cuanto pidió (y ese, tal vez, fue su gran error), pero ellos gastaban poco. Isidro se acercó a una mesilla y cogió una foto. En la imagen, él y Mauro estaban en el monte con tres amigas. Mauro llevaba una gorra de color crema con la visera veteada en malva. Estaba tomada en La Palma un día del verano de 1994 antes de los exámenes de septiembre.
—Lo echo mucho de menos, Isidro.
—Lo sé, Ángela. Lo sé. Quería preguntarte algo, pero tampoco quiero traerte recuerdos que puedan aumentar tu dolor.
—Lo único que me queda de Mauro son los recuerdos. Y no estoy dispuesta a perder eso también.
—Sí, es lógico. Se trata de las novias de tu hijo. Era muy atractivo y tenía las mujeres que quería. Pero me gustaría saber si había alguien especial en su vida; alguna relación seria. Tal vez tú lo sepas.
—Supongo que, si hubiera tenido una novia formal, te enterarías tú antes que yo, Isidro. Mauro no tenía con nosotros la confianza suficiente para compartir sus líos amorosos. Cuando venía de vacaciones solía traer a casa a diferentes chicas que pasaban la noche con él. Mauro procuraba que nosotros no viésemos cómo las entraba de noche y las sacaba por la mañana de su habitación. Él sabía que nosotros lo sabíamos, claro, pero, si disimulábamos mutuamente, no habría preguntas al día siguiente sobre esa costumbre suya. Te aseguro que ninguna de aquellas muchachas era lo que podríamos llamar una novia formal.
Editado: 16.04.2020