Hoy, mis queridos amigos y amigas —y a las personas de RRHH que han llegado hasta aquí con un poquito de miedo, bienvenidos también— os traigo un tema con el mantengo una relación larga, intensa y, sorprendentemente, feliz: el APRENDIZAJE en versión corporativa.
Antes de empezar; ya sabéis que, si algo busco con estas líneas, es que os echéis unas sonrisas entre KPI y KPI, porque si no aprendemos con humor, acabamos aprendiendo con trauma. O peor: con un curso en PDF.
Cuando aprender era cuestión de no morir (literalmente)
Hubo un tiempo , cuando el “corporativo” era el jefe del poblado y el “entorno” la cueva, donde la formación consistía en que un tipo con taparrabos te gritaba “¡no te acerques al tigre!” mientras veías cómo un primo lejano se convertía en un snack felino. Así se forjaba el primer onboarding: un mix de trauma y transmisión de conocimiento tácito. La formación era rápida, memorable y dolorosa; si fallabas no había repesca
Antropólogos como Peter Gray (Boston College, 2013) dicen que el 95 % del conocimiento se transmitía observando. Nada de “cursos de bienvenida”, ni “blended learning”. Aquello era gamificación a lo bestia con premio gordo: vivir.
Grecia, Roma y el arte de parecer sabio sin PowerPoint
Luego llegaron los griegos con sus túnicas, su filosofía y su infinita capacidad de discutir sin llegar a nada (como muchos equipos de dirección, vaya). Platón fundó la Academia en el 387 a.C. sin LMS, sin SCORM y sin conexión a Wi-Fi. El objetivo era desarrollar el pensamiento crítico a base de paseos, diálogos y debates infinitos sobre “la Idea del Bien”. Vamos, lo más parecido a una sesión de brainstorming, pero sin pizza.¡Y funcionaba!
Los romanos, más de negocio, convirtieron la retórica en el Power Skill de la época. Si no sabías hablar bien, te quedabas fuera del Senado y dentro de la cola del pan. Y ojo a Séneca, que ya decía eso de “non scholae, sed vitae discimus” (por si alguno no tiene el traductor abierto: no aprendemos para la escuela sino para la vida) . Algo que no parece que hayan entendido los que diseñan algunos cursos obligatorios, por cierto.
Edad Media: los monjes eran los primeros formadores… con silicio de pergamino
Con Roma en ruinas, la formación se hizo monacal. Los claustros eran el nuevo campus y los monjes pasaron a ser los community managers del saber medieval: transcribían, enseñaban latín y copiaban textos clásicos mientras debatían sobre cuántos ángeles cabían en una cabeza de alfiler. En esta época nacieron las primeras universidades, lo más parecido a un MOOC medieval: un profe, 100 alumnos y un solo libro. ¿Te lo perdías? A esperar otro año. Netflix, pero sin opción de repetir episodio.
Pero la auténtica formación corporativa, el auténtico “aprender haciendo” llego con los gremios, donde aprendías el oficio currando gratis. El germen del “becario explotado” viene de aquí, solo que entonces no había Nespresso.
Siglo XIX y XX: fábricas, Taylor y el entrenamiento para convertirse en tornillo
La Revolución Industrial lo industrializó todo llevando el aprendizaje al siguiente nivel: el entrenamiento se volvió masivo, estandarizado, monótono. Frederick Taylor, el padre de la “organización científica” (The Principles of Scientific Management, 1911), propuso que todo empleado podía ser un tornillo más del engranaje… y así nacieron los manuales soporíferos que aún circulan por algunas intranets. Y, aunque ya sé que lo sabíais; es el concepto en el que se basa la escuela actual.
La segunda mitad del siglo XX añadió algo de chispa: la formación presencial grupal. Con un proyector que sonaba como reactor de avión, el formador lanzaba acetatos y soltaba la frase mágica: “¿Se ve al fondo?”. La respuesta era irrelevante: la asistencia era obligatoria
Los 80 y 90: CD-ROM, música remember y cursos que tardaban más en cargar que en enseñar
Aquí la tecnología ya empieza a meter mano. Y nos vendieron cosas como el CD, DVD, etc.. como la gran revolución. Spoiler :revolución, lo que se dice revolución, la del ventilador del ordenador. El contenido era tan dinámico como un powerpoint en Comic Sans.
Y llegó Gartner para pronosticar (en 1998) que el e-learning acabaría con la formación presencial en 10 años . 27 años después, aquí seguimos: con café, post-its, flipcharts y el proyector que continua haciendo ruido.
2000-2010: LMS para todos… y para nadie
El boom de Internet trajo plataformas LMS con estética de Windows 95 y usabilidad de ascensor soviético. Según Bersin & Associates (2004), las empresas que invertían en e-learning decían ahorrar un 50% en costes de formación. Lo que no decían era cuánto perdían en engagement: el 60% de los empleados abandonaba los cursos a la mitad, según un estudio de Brandon Hall (2005). Sí, ya había “abandono escolar” digital.
2010-2020: microlearning, tiktoks y promesas de 3 minutos que duran para siempre
Nos volvimos adictos al “snack” formativo: píldoras, microvídeos, gifs motivacionales y la ilusión de que el saber entra entre scrolls y videos cortitos . Las plataformas se llenaron, pero la calidad del contenido era más aburrida que un curso normativo en pdf y el engagement seguía de vacaciones.
2020-2025: IA, tutores virtuales y la promesa de que aprender ya no duele (!)
Ahora parece que todo lo soluciona la IA… si sabes usarla, claro. Si no, es como tener un Ferrari sin carnet. Y claro, todos con chatbots que responden con la calidez de un ticket de soporte técnico.
El 44% de las skills cambiarán en 5 años (WEF, 2023), pero seguimos pegando PDFs como si fueran planes de transformación. Y el metaverso… bueno, entre 2021 y 2023 un 34% de las empresas grandes hicieron algo ahí (PwC dixit). Luego vieron que nadie quería trabajar con un avatar sin piernas y lo abandonaron como el Google+.