Los Restos de María Barker

Los Restos de María Barker

Con mi sable ya desenfundado procedí a patear la puerta con fuerza y tan pronto como pude me dirigí al comedor. Fue un camino largo pero que se hizo corto por la apuración. Después de todo, le aseguré que yo llegaría pronto esa noche. No me había atrevido a faltar a ninguna cena desde que se lo prometí a su hijo, pero esta vez debía llegar más temprano. Ella le había estado guardando un secreto de vital importancia para la situación en mano, uno que sólo podía confiársele a una madre incapaz de juzgar a su hijo sin importar lo que éste hiciera. Ahora mismo necesitamos esa información. No me agrada la idea de trabajar con ellos pero el país necesitó que precisamente yo pisara esa área gris de la que juré jamás formar parte.

La enorme casa estaba en tinieblas y el relampaguear que acompañaba a la oscuridad de afuera formó un ambiente irónicamente ominoso en un lugar previamente rebosante de luz y colores. La hoja de mi espada me ayudó a ver entre las tinieblas que se adentraron en el lugar pero como no podía defenderme al mismo tiempo que me esforzaba por ver encendí una vela que encontré por casualidad y la llevé conmigo al primer lugar donde buscaría: el comedor. Mi paso se aminoró con la idea de golpear por accidente a la encantadora dueña del lugar y al mismo tiempo de no ver por el rabillo del ojo a alguien… o algo atacándome. Finalmente, llegué al lugar.

Era una verdadera lástima. Quien sea que haya sido no perdió el tiempo. Mientras ella comenzó a comer, azotó la cabeza de María contra la mesa y una vez que la incapacitó cortó su cuello de un lado a otro. La pobre no tuvo oportunidad alguna. Sus largos y dorados cabellos ahora estarán por siempre manchados por lo roja de su sangre. Sus ojos, abiertos y sin vida mirando al frente con incredulidad, pareciera que me juzgan y me reclaman por ella — como si estos jamás le hubieran pertenecido.

Vine tan pronto como pude. Lo siento mucho, María.

Pero lo lamento mucho más por esto.

La sangre en su garganta seguía tibia. Luego me regañaré por dejar que esto pasara hace pocos minutos, ahora mismo debo comenzar. La hoja luminosa de mi espada corta la palma de mi mano y la sangre es pronto bañada con un poco del líquido color lavanda que guardaba en mi bolsa, el cual está bajo las letras ‘Ego Autem Vivebam’, y casi de inmediato ocasiona que la sangre resplandezca con el mismo brillo que el del arma que la hizo brotar. Luego de un pequeño suspiro cubro la herida de la buena señora y siento a través de mi mano cómo la mitad de mis fuerzas pasan a su cuerpo, haciendo que nuestros corazones latan a la misma velocidad.

Los colores no regresaron a su rostro pero aun así comenzó a moverse normalmente. Me miró de manera extraña tan pronto como recobró el control de sus ojos.

— Elena… ¿Qué estás haciendo?

Oh, María, qué dulce. Yo habría creído que alguien trataba de ahorcarme y hubiera hecho cualquier cosa para quitármelo de encima, y hacerle lo mismo… con sus intestinos.

— Hola, María — no forcé una sonrisa, pues de verdad era honesta pero sabía que no duraría —. ¿Cómo estás?

— Bien. ¿Tienes hambre? — pretendió olvidar momentáneamente dónde estaba mi mano pero ella estaba claramente desconcertada y nerviosa. Debería mentirle.

— Sí, sólo espera que termine tu examen.

— ¿Examen?

— Sí — asentí mientras dos dedos fueron a mi cuello para comparar su ritmo con el de ella —, ¿no recuerdas que me pediste que te llevara al médico por aquellos mareos de los que me contaste?

(Ella no me pidió tal cosa y no tiene ningún pulso).

— Oh… sí. Pero no hay de qué preocuparse, podemos comer antes de irnos o hacer una cita para mañana.

— No, a tu edad no podemos dejar nada a la suerte — le dije sin mantener contacto visual. No es agradable mentirle a tan amigable rostro, sobre todo si este está pálido y sin mucha vida.

Le pedí que aspirara hondo y así lo hizo. No sería una buena doctora pues no se puede saber si una persona respira bien haciendo el mismo examen que se usa para medir el pulso. Lo bueno es que ella no lo sabía.

— Por cierto — debía apurarme, ya que yo me estaba sintiendo muy débil —, ¿recuerdas la carta de tu hijo, la que me ibas a dar el día de hoy?

— Oh sí… Wilfred, él me la envió… Creo que sigue en mi joyero, ahora mismo iré a bus-

— No, yo iré tan pronto como acabemos de comer. Es martes, de seguro hiciste un potaje delicioso — nuevamente, la sonrisa que le di no era fingida, inclusive si me veía obligada a hacerla a través de una debilidad que se esparcía por mi cuerpo y que amenazaba con dejar un cuerpo inútil si no me detenía.

— Gracias, a esta edad es difícil ponerse de pie luego de sentarse. Eres un encanto, Elena.

En agradecimiento y aún sin retirar mi mano de su cuello procedí a plantar un beso en su frente, uno que duró poco más de unos segundos. No tenía el corazón para insinuarle alguna despedida a la dulce mujer y probablemente en mi egoísmo quería que sus últimas palabras fueran un halago hacía mí, así que sólo quite mi palma de su lugar y sujeté lo mejor que pude a un cuerpo inerte que amenazó nuevamente con caer de cara contra la mesa. Hice que se sentara y se viera cómoda, al menos en lo que yo volvía del segundo piso.



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En el texto hay: magia, ultimas palabras

Editado: 11.03.2018

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