Los Sallow

Capitulo 2

2.

Aria

Ya pasó una semana.
Y no voy a mentir… he estado de maravilla. Liam volvió. Mi Liam.
Nos hemos divertido. Mucho. Demasiado.
Lo extrañaba tanto… que solo tenerlo conmigo de nuevo fue suficiente para sentir que todo está bien en el mundo. Dormir a su lado, reírnos por tonterías, pasar tiempo juntos… lo necesitaba más de lo que pensaba. Pero, como todo lo bueno, se interrumpe.

Me desperté por culpa de los toquecitos desesperados en la puerta y la voz de una sirvienta que no parecía entender que estaba durmiendo.

—Disculpe, señorita, pero su hermano, el señor Fausto, la requiere en su oficina. Es urgente.

¿En serio...? ¿Ahora?

Me levanté con mal humor, sin decir ni una palabra. Agarré lo primero que encontré. Me puse la ropa interior casi a ciegas, la enagua de ayer (total, ni sucia estaba), y encima la camisa blanca de botones de Liam. Esa que huele a él. Esa que amo robarle cada vez que puedo.

Mientras salía de la habitación me fui acomodando el cabello como pude, caminando rápido por los pasillos.
Fausto casi nunca me llama cuando estoy con Liam… él sabe que me gusta pasar tiempo con él, así que esto tenía que ser realmente importante. O eso espero.

Cuando llegué frente a su oficina, ni me tomé el tiempo de respirar. Toqué la puerta por pura educación, pero no esperé respuesta. Entré directo.

Y ahí estaba él.

Fausto.

Sentado tras su escritorio, con esa mirada helada que congela hasta al más valiente. Parecía una estatua tallada en piedra, demasiado serio, con el ceño fruncido y la espalda tan recta que dolía solo de verla.
Imponía. Se sentía la tensión en el aire, como si el ambiente supiera que algo grande está por pasar. Hasta yo, que nunca me dejo intimidar por él, sentí el frío que irradiaba.

Me clavó la mirada.
Una que, si no fuera yo, haría temblar a cualquiera.

Pero no bajé la vista. Lo miré igual, firme, seria.
No iba a dejar que viera que me puso nerviosa, aunque por dentro mi estómago se hizo un nudo.

No dijo nada.
Ni una palabra.

Y el silencio… ese maldito silencio… se hizo eterno.

A mí me pareció que pasaron años. Siglos.
Pero ahí me quedé, parada, sin moverme, esperando que hablara primero.

Porque si algo he aprendido… es que cuando Fausto tarda tanto en hablar, lo que va a decir nunca es bueno.

—Hola, hermana —saludó Fausto con esa sonrisa burlona suya mientras me recorría con la mirada desde los pies descalzos hasta mi cabello aún alborotado—. Veo que tuviste una noche… interesante.
Rodé los ojos y fruncí el ceño sin decir nada. No estaba para sus jueguitos ni para que analizara cómo estaba vestida.

—¿Para qué me llamaste? —pregunté sin rodeos, con un tono plano, neutral. Sin paciencia.

—Necesito que te encargues de nuestro invitado —respondió él, tan tranquilo como si me hubiera pedido que hiciera café.

—¿Invitado? —repetí, levantando una ceja con confusión.

—Sí, el invitado… el del acuerdo con los rusos —aclaró, como si yo debiera tenerlo fresco en la mente. Apenas lo dijo, puse cara de fastidio. Fausto me conoce demasiado bien, y sabe que los rusos me caen como una patada.

—Vamos a recibirlo con mucha hospitalidad —añadió, levantando una ceja como si me retara a contradecirlo.

—Sí, claro… —murmuré entre dientes, con toda la mala gana posible. Claramente no estaba encantada con la tarea, pero no me iba a poner a discutir… todavía.

Fausto me sostuvo la mirada un segundo más, y entonces giró ligeramente la cabeza hacia la puerta.

—Puedes pasar —dijo, sin apartar los ojos de mí.

Y ahí fue cuando supe que las cosas estaban a punto de ponerse… interesantes.

Sentí como si Fausto estuviera a punto de acercarse por detrás, por la forma en que me miraba tan fijamente. Pero antes de que pudiera pensar más en eso, escuché la puerta que daba a la sala de la casa abrirse. Esa sala… la que Fausto tiene exclusivamente para descansar entre tanto trabajo. La única manera de entrar allí es a través de la puerta de su oficina. Parecía que ellos ya habían hablado a solas. Todo esto estaba planeado, y no me gustaba ni un poco. Quería matar a Fausto en ese momento. No tenía más opciones, solo una: aceptaba, o aceptaba. Eso, cuando estuviéramos a solas, le iba a dar una lección.

Pasaron unos 15 segundos hasta que él decidió salir de la sala. Era más alto que Fausto, y puedo decir que medía cerca de dos metros… aunque en este momento lo único que me importaba era el cómo imponía su presencia. Parecía el mismo diablo personificado. Sus ojos eran de un café tan oscuro que parecían negros como la noche. Su cabello, igual de oscuro, tenía algo hipnótico. Su piel morena era tan perfecta que me hizo detenerme un instante, aunque rápidamente volví a enfocar la vista en Fausto, molesta. No quería dejar que este tipo tuviera el gusto de verme distraída.

El ruso no dejó de mirar a Fausto, mientras yo, aún furiosa, no dejaba de observarlo. Sabía que me las iba a pagar por esto, pero también sabía que él no estaba en una posición para desafiarme demasiado. Sin embargo, no podía evitar sentir que algo muy grande iba a pasar. Me mantenía firme, desafiando a mi hermano con la mirada, sin decir una palabra.

-Un gusto en conocerla, me llamo Nikolay Fiedler. –dijo con una sonrisa que más bien era burlona y lasiva, lo cual me dio asco, aunque no lo dejé ver.

Asentí con la cabeza, dándole a entender que lo había oído, pero no iba a desperdiciar ni una palabra con ese idiota. Para mí, su cara era una aberración que no quería ni mirar.

-Enséñale el lugar y llévalo a donde se va a hospedar, hermana. – dijo Fausto, mientras yo simplemente asentía.

Comencé a caminar fuera de la oficina de mi hermano, sintiendo cómo él me seguía por detrás. A pesar de su altura, apenas si le llegaba al hombro. La idea de matarlo en algún momento futuro cruzó mi mente... si es que alguna vez llega a ser necesario. En ese momento vi a cinco sirvientes acercándose.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.