ALICE
Al finalizar las presentaciones, el bar empezó a vaciarse y el ambiente se tornó más íntimo.
Cuando Luca se volvió hacia mí, sus hermosos ojos marrones brillaron con la luz tenue de las lámparas y una corriente de electricidad recorrió mi cuerpo.
—¿Y bien? —preguntó con un tono que hacía que mi corazón latiera más rápido— ¿La pasaste bien?
En realidad, lo había pasado más que bien, ya que hacía tiempo no salía a divertirme, y con él a mi lado, sentimientos que estaban refundidos, empezaron a aflorar, de modo que la confusión llegó a mí.
—¿Puedo robarte un poco más de tiempo? —murmuró, viéndome a los ojos.
Asentí y nos pusimos en pie.
Caminamos hacia la salida, cada paso resonando en el denso silencio.
¿Importaba si llegaba un poco más tarde a casa?
No, porque, al fin y al cabo, la reprimenda sería la misma que si llegara ahora.
Además, el castigo era algo que había aprendido a manejar.
Al salir del bar, el aire fresco de la noche me envolvió, y nos dirigimos hacia un pequeño restaurante italiano que, según su letrero, estaba abierto las veinticuatro horas.
Nunca había visto aquel lugar, pero me sentía aventurera, así que lo seguí.
Al llegar a una mesa, nos sentamos y un chico se acercó para tomar la orden.
Mientras Luca pedía una pasta a la Amatriciana, yo opté por algo más familiar: espaguetis con salsa boloñesa.
—Entonces —dije, moviéndome para tener un mejor ángulo y mirarlo a los ojos— Deduzco, por tu acento, que no eres de aquí, ¿verdad?
Luca asintió, una sonrisa traviesa asomándose en su rostro.
—Soy de Italia, Dolcezza.
Fruncí el ceño, atrapada en mi curiosidad.
—¿Me estás hablando en italiano? —dije, sintiendo que el interés curvaba mis palabras.
—Exactamente —respondió, su voz suave y melodiosa.
Un hoyuelo apareció en su mejilla y me perdí un instante en aquel destello encantador.
—¿Qué significa "Dolcezza"? —pregunté, luchando por pronunciarlo correctamente.
—Es algo que tendrás que averiguar por ti misma —contestó, jugando con el misterio.
Estaba a punto de protestar cuando nuestros platos llegaron.
Olvidé la pregunta y me lancé a devorar mi comida, saboreando cada bocado.
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Al volver a casa, el silencio era agobiante.
Me acercaba a mi habitación como un ladrón, temiendo que algún ruido pudiera delatarme.
Después de darme una ducha rápida, me preparé para dormir.
Pero los recuerdos de esa noche seguían danzando en mi mente, como un eco que no podía silenciar.
A la mañana siguiente, desperté sintiendo alguna incomodidad.
Al abrir los ojos, la vista que encontré fue un verdadero horror: Nathan estaba allí, sentado en mi cama y mirándome fijamente, como un depredador acechando a su presa.
—Joder, ¡sal de mi habitación! —grité, envuelta en las sábanas.
Él soltó una carcajada burlona que resonó en mis oídos como un mal presagio.
—¿Creíste que no me enteraría de que saliste con ese idiota ayer? —sus ojos se oscurecieron, llenándose de una furia que me hizo retroceder.
—Te dije que salieras de mi habitación —exclamé, con mi voz firme, aunque temblorosa.
Pero le hice enfurecer aún más.
Se acercó a mí en dos zancadas y me sujetó la mandíbula con fuerza, haciendo que un quejido involuntario escapara de mis labios.
—¡Estás en las malditas noticias! —bramó— ¡Todo el condenado país te vio!
Mi corazón se detuvo ante su grito, y el miedo me paralizó.
Sin pensarlo, conseguí soltarme de su agarre y corrí hacia la puerta, pero fue en vano.
Nathan me agarró del cabello con brutalidad y un golpe de su puño impactó mi rostro, dejándome aturdida y llena de dolor.
—Dime, muñeca... ¿Te dije que podías irte? —acercó su rostro al mío, con su aliento caliente como un susurro mortífero.
No podía procesar lo que sucedía.
Mi mente se nublaba, me sentía atrapada.
—Responde cuando te hablo, joder —apretó, tirando de mi cabello con más fuerza.
—No... —balbuceé.
Su sonrisa se ensanchó, como si mi debilidad lo alimentara.
—Te gusta hacerme enojar, ¿no es verdad?
De repente, se escuchó un bullicio en la planta baja.
Al oírlo, sus ojos se clavaron en los míos con una mezcla de ira y sorpresa.
—Te espero en cinco minutos abajo, ni más ni menos —dijo con frialdad, y, al siguiente instante, abandonó la habitación.
Cayendo al suelo, apoyé mi espalda contra la pared, con mi cuerpo temblando.
Escondí la cabeza entre mis piernas, mientras el dolor se apoderaba de mí.
Una sensación insoportable achicando mi mundo.
Esa tristeza que llevaba meses acumulando ahora brotaba como un torrente incontrolable.
Mis sollozos se ahogaron en mi mano, intentando suprimir el sonido para que nadie me escuchara.
No quería que vieran mis cicatrices invisibles, no deseaba que nadie conociera mi fragilidad.
Mientras escuchaba las voces de mis padres en la planta baja, repetía en mi mente que solo debía aguantar un poco más.
Después de un tiempo que me pareció eterno, logré calmarme lo suficiente.
Aplicando una base para ocultar el morado que comenzaba a formarse en mi mejilla, sabía que si mis padres lo veían, la ira de Nathan solo me alcanzaría de nuevo.
Cuando bajé las escaleras, la atmósfera era tensa.
Mi madre estaba histérica, mientras que mi padre, serio como siempre, intentaba calmarla.
En la sala, estaban los padres de Nathan, con miradas que no traían nada bueno, justo al lado de su hijo, que mostraba la fachada de siempre, como el chico bueno.
No terminé de dar dos pasos cuando mi madre me agarró de los hombros, temblando de rabia.
—¡Eres una malagradecida! —gritó, respirando con dificultad— ¡Todo lo hacemos por ti, y siempre nos pagas de la misma manera!