Capítulo I. Donde la piedra no deja pasar la duda
Maelis
El carruaje se detuvo sin hacer ruido. Ni un crujido. Ni un jadeo de bestia. Solo… ausencia. Como si en lugar de detenerse, hubiera dejado de existir.
Frente a mí: el portal de piedra negra. No tenía decoración, ni símbolo del clan, ni custodia visible. Solo un arco tallado en obsidiana opaca que parecía absorber la luz que no había. Dos columnas ladeaban la abertura, cubiertas de líquenes como venas dormidas. Y en la base… tierra seca, sin huellas. Ni siquiera las mías quedaban plasmadas.
Me invitaron. Así decía la carta. Sello carmesí con una runa que aún palpita en mi bolsillo. Lo extraño es que no recuerdo haber aceptado esa invitación.
Di un paso. El aire cambió. No en temperatura… sino en densidad. Como si cruzar ese umbral implicara dejar atrás una parte de mí que no se me permitió decidir cuál.
Segundo paso. La piedra a mi alrededor comenzó a emitir un zumbido. No sonoro. Sensorial. Mi estómago lo notó antes que mis oídos. Mi pulso comenzó a acompasarse a algo que no era mío. Continué caminando por todo el lugar oscuro, la oscuridad era tan densa que ni siquiera podía ver más allá de mis pestañas.
Tercer paso. Ahora me encontraba ya adentro. Pero no era un interior. Era un lugar sin exterior. Un jardín sin flora. Un cielo sin estrellas. Un mundo sin tiempo que me dejara saber si me encontraba en otra dimensión o si había caído en el encanto de un espejo.
O al menos así lo sentí.
No había puertas. Solo una única escalera descendente, como si me ofrecieran no la bienvenida… sino la elección de bajar.
Respiré hondo. El aire olía a… ¿memoria? Sí. Como si alguien hubiera abierto un relicario lleno de suspiros antiguos. Y me hubieran pedido que los inhalara todos a la vez.
No tenía frío. Ni miedo. Solo una certeza que me pareció ajena: alguien me esperaba. No por nombre. Por eco.
Bajé el primer escalón. Y el umbral detrás se cerró, no con sonido, sino con olvido. Mientras dejaba un escalón este iba desapareciendo como esas letras que escribes en un pergamino viejo en el cual está prohibido plasmar una palabra, en donde la tinta negra se va diluyendo mientras más sigue escribiendo.
Averen escucha el eco de unos pasos que no deberían haber llegado. Sin embargo, ahí están. Como un perfume que reconoces… antes de que la memoria lo explique.