Capítulo IV. Ella no lleva tu nombre, pero rasga la misma herida
Averen
La flor ya no olía como antes. Pero aún tenía ese gesto insolente que solo tienen las cosas que florecen donde no deben.
La dejé sobre el picaporte. No por nostalgia. Por desafío.
No a ella. A mí.
Porque cada vez que la veo (sí, incluso sin verla) me dan ganas de pronunciar su nombre. Pero no el que todos conocen. El otro. El que yo le puse. El que nadie más recuerda salvo yo, la piedra del umbral… y, quizá, el reflejo que ya no obedece.
Me quedé al otro lado de la pared por un tiempo que no puedo medir. Escuché su cuaderno cerrarse. Su respiración hacerse horizontal. El leve crujido del suelo bajo sus dedos al caminar descalza… como si el lugar la aceptara sin negociaciones.
Eso es lo que más me rompe: el castillo la eligió. Sin condiciones, y aún así… yo no puedo hacerlo.
Los demás no la han visto aún. Pero cuando lo hagan, recordarán. No su rostro, no sus gestos. Recordarán sus propias fallas. Eso es lo que ella activa: el reflejo que no perdona.
Me retiré. No por cobardía. Por previsión.
Necesito verla entrar al Salón de la Penumbra Cóncava, donde los espejos giran según lo que temes y no lo que buscas. Si pasa esa prueba, sabré que aún hay un hueco en esta eternidad para alguien como ella.
Pero antes… debía leer las notas de Thais. Las que ella dejó encerradas en el relicario de hueso, con las instrucciones:
“Entrégalas solo si te duelen más de lo que extrañas.”
Hoy fue el día.
Las abrí. El primer renglón me asfixió:
“Ella no confía aún en lo que ama. Pero amará lo que rompa.”
Lo demás está manchado.No por el tiempo. Por lágrimas que no eran mías. Aún.