Capítulo V. El reflejo que aún no me llama
Maelis
Encontré la sala sin buscarla y eso me inquietó.
Los corredores del castillo cambian. Como si fueran ramas de un árbol que decide hacia dónde crecer mientras caminas sobre él. Y esa mañana (¿fue mañana?, aquí no hay tiempo real), puedes creer que ha pasado solo un día, pero en realidad has estado ahí cien años y si quiera lo sabes. El pasillo se abrió solo cuando recordé una palabra. No la dije. Solo la pensé: “ver.”
El eco la escuchó, y me mostró la puerta.
Era de madera carcomida, sin manija, con un único símbolo grabado: un triángulo invertido y, en su interior, un ojo cerrado. Quise tocarlo, pero al extender la mano, la puerta se desvaneció como niebla disuelta en aliento.
Y entonces estuve dentro.
El Salón de la Penumbra Cóncava.
Una sala circular, inmensa, sin iluminación visible, pero absolutamente clara.
Sus paredes estaban cubiertas con espejos irregulares, ninguno igual, todos envejecidos.
Y lo más desconcertante: yo no estaba en ellos.
No mi cuerpo. No mi rostro. Nada.
Solo reflejaban instantes. Momentos que aún no ocurrieron, o quizás ya pasaron pero se negaron a irse.
En uno, vi una flor caer desde una torre. En otro, una figura encapuchada me tendía la mano. En otro, más pequeño y roto, vi a Thais. No como recuerdo. Como presente.
—No entres más —me dijo su reflejo, sin mover los labios—. Esto no es para ti. Aún no.
El aire dolía al inhalarlo. Las imágenes latían. Mis pies estaban descalzos. ¿Cuándo ocurrió eso? Quise cerrar los ojos… pero el espejo central me obligó a mirar.
Y ahí estaba él. De espaldas. Con su cabello oscuro, y una postura contenida. Una figura que no tenía rostro, pero que al verla… recordé mi pulso.
No sentí miedo. Sentí algo más traidor: familiaridad. Eso que no había sentido en muchos años y que ahora me parece un sentimiento ajeno a mi y a mi piel.
Entonces, el espejo susurró algo sin sonido:
“Averen.”
Pero yo no sabía quién era. Aun así… una punzada de culpabilidad me pinchó el pecho haciéndome sentir desconcertada por todo ello. Y no supe por qué.
Me acerqué a él, pero el espejo se quebró en mil pedazos, pero ningún trozo cayó al suelo. Se sostuvieron al marco y en el reflejo ya no estaba él. Estaba yo.
Pero vestida de negro. Los ojos rojos. Y en la boca, una flor.
Una dalia. Negra. Como la que apareció ayer.
—No lo digas aún —escuché. Pero no vino de afuera.
Fue mi voz. Desde adentro.
Corrí. No por temor. Por la urgencia de estar afuera de ese lugar.
Porque sabía, en la médula de lo inexplicable, que alguien (o algo) acababa de sellar una decisión que yo aún no había tomado, de la cual ni siquiera tenía conocimiento.
Y cuando salí, el pasillo volvió a cerrarse. Pero el aroma a cobre, polvo y tiempo…me siguió, hasta el cuarto.Hasta el sueño.
Y ahí, dormida, soñé con la flor volviendo a crecer en mi garganta.