Capítulo 2: La Llegada de los Desmon y los Clein
El amanecer en el reino Winston pintaba el cielo de tonos dorados, violetas y azules eléctricos, como si los dioses mismos celebraran la festividad que ocurría cada diez años. El castillo brillaba con luces flotantes que danzaban en el aire, los jardines estaban llenos de flores que cambiaban de color con cada paso, y un río de energía mágica recorría los caminos hacia la entrada principal. Todo estaba listo para recibir a los invitados más esperados: las familias reales de Desmon y Clein.
—¡Hoy llegan! —exclamó Adanys, saltando de emoción—. ¡Los príncipes Desmon y Clein finalmente están aquí!
Adán, desde su habitación, miraba con cautela. Sus manos todavía estaban vendadas, pero su corazón latía rápido. Sabía que la llegada no sería sencilla: los Desmon, demonios llenos de misterio y poder, y los Clein, ángeles orgullosos y luminosos, estaban por cruzar las puertas del reino.
De repente, un rugido resonó en la distancia. Del horizonte surgieron carruajes flotantes envueltos en fuego y sombras danzantes, sostenidos por enormes criaturas mágicas: dragones con escamas negras que brillaban como obsidiana para los Desmon, y grifos alados con plumas doradas que relucían como el sol para los Clein. Cada carruaje parecía moverse con voluntad propia, avanzando lentamente como si la magia los guiara.
Los Desmon llegaron primero. Sus carruajes negros estaban cubiertos de runas que chispeaban con luz carmesí, y del interior descendieron los demonios con elegancia sobrenatural. Sus ojos brillaban con fuego interior y cada movimiento irradiaba poder y misterio. Los regalos que traían flotaban alrededor: cristales que vibraban con energía, pergaminos que emitían destellos mágicos y artefactos que susurraban secretos antiguos.
Los hombres-bestia del reino Winston se acercaron con respeto. Adán bajó del balcón con cautela, sintiendo una mezcla de curiosidad y asombro. Aun sin ejércitos, la sola presencia de los Desmon imponía una autoridad sobrenatural.
—Bienvenidos al reino Winston —dijo el rey con voz firme y cálida—. Que esta festividad sea de paz y unión.
Minutos después, el aire cambió de temperatura y se llenó de luz. Los carruajes de los Clein descendieron suavemente, flotando sobre un resplandor dorado y dejando tras de sí un rastro de polvo de estrellas. Sus ruedas no tocaban el suelo, y enormes alas de luz se desplegaban detrás de ellos como halos en movimiento. Entre los ángeles caminaba el príncipe Elías, cuya mirada altiva se posó inmediatamente sobre los hombres-bestia. Cada gesto suyo irradiaba orgullo y desprecio: odiaba a los Winston solo por existir, y su aura de luz parecía desafiar cualquier intento de acercamiento.
Adanys lo miraba con fascinación y emoción, convencida de que su belleza le conquistaría. Adán, aunque débil y con las manos vendadas, percibía la tensión en el aire: aquel encuentro no sería solo ceremonial, sino el inicio de algo que pondría a prueba la paz y la magia del reino.
Los carruajes se detuvieron frente al gran salón del castillo. Allí, la magia del palacio se mezclaba con la de los visitantes: luces flotaban alrededor, el aroma de manjares encantados llenaba el aire, y una sensación de misterio y expectación lo envolvía todo. Cada criatura, cada destello y cada gesto parecía cargado de significado.
El príncipe Elías permaneció erguido, orgulloso y distante, mientras los Desmon sonreían discretamente y los hombres-bestia intentaban mantener la cordialidad. Adán observaba cuidadosamente cada movimiento, sabiendo que ese mes no sería solo una celebración: sería el comienzo de un destino que cambiaría el reino para siempre.
La primera mirada entre Elías y los Winston, cargada de odio y bondad, brillaba como un choque de luz y sombra, anunciando que nada volvería a ser igual.,
Adán permanecía en silencio, intentando pasar desapercibido mientras los invitados exploraban cada rincón del palacio.
Pero no todos respetaban su espacio. Sus propios hermanos, Daibel, Daikel y Adanys, comenzaron a molestarlo, burlándose de sus heridas y recordándole aquella explosión que le había marcado las manos. Sus palabras y risas eran crueles, incluso en medio de la festividad que debería unirlos a todos.
Fue entonces cuando apareció Daniel, el heredero del reino Desmon. Sus ojos brillaban con un fuego calmado, pero lleno de determinación, y su presencia parecía llenar el aire de autoridad y magia. Al ver cómo los hermanos de Adán se burlaban, se adelantó sin dudarlo:
—¡Basta! —gritó con voz firme, pero elegante—. Nadie trata así a un invitado, y menos a alguien que ha sufrido tanto.
Los hermanos de Adán se quedaron paralizados. No esperaban que un príncipe Desmon interviniera a favor de un hombre-bestia. Adanys se cruzó de brazos, furiosa, mientras Daibel y Daikel bajaban la mirada, incómodos y sorprendidos.
—Gracias… —susurró Adán, aún tímido, mientras sus ojos reflejaban alivio—. Nunca nadie… había hecho algo así por mí.
Daniel sonrió, aunque con seriedad:
—He estado observándote, Adán. Siempre que he intentado acercarme, tú te has alejado. Pero hoy, veo que necesitas un amigo, y yo quiero serlo.
Esa tarde, en la seguridad de un rincón del jardín encantado del palacio, Adán finalmente accedió. Con la confianza que había ganado con Daniel, le contó todo lo que había pasado: la explosión de la bomba, la traición de sus hermanos, su miedo y su dolor. Daniel escuchó atentamente, sus ojos llenos de comprensión.
—No te preocupes —dijo finalmente—. Mi tío puede ayudarte. Es un sanador poderoso de los Desmon.
Poco después, el tío de Daniel trató las heridas de Adán. Aunque las marcas en sus manos no desaparecieron por completo, se curaron lo suficiente para que no le dolieran y pudieran moverse. Aun así, los recuerdos de aquel día permanecieron, grabados como cicatrices de valor y sufrimiento.