Los Últimos DÍas Del Hombre

TERCERA PARTE

Para haber sido una doctora que eligió la investigación con tal de no lidiar con los pacientes, Eduardo había sido la más improbable de sus elecciones. Y como sucede con las elecciones que obedecen al corazón, y no a la razón, resultó ser la mejor de todas ellas.

            Eduardo y Estefanía se conocieron cuando el primero fungió como abogado de un trabajador que demandó al laboratorio donde trabajaba la segunda. En el juicio Estefanía se esmeró por mostrar con hechos científicos que el accidente que había sufrido el demandante no tenía nada que ver con su trabajo en el lugar; Eduardo hizo trizas su argumento a base de investigar más de lo que Estefanía podría haber hecho jamás. Para cuando finalizó el juicio Estefanía había perdido su empleo en el laboratorio, pero había quedado prendada del único hombre en la ciudad con más sesos que ella.

            Una cosa llevó a la otra, y pronto ambos se encontraron casándose en tenis y jeans un viernes al mediodía ; él, un abogado especializado en derechos humanos, ella, una investigadora médica especializada en enfermedades contagiosas, y un montón de razones para creer que nada perturbaría sus vidas.

            Sus rutinas estaban hechas de pequeñas tradiciones, hábitos que sustituían a los delirantes “te amo” de los primeros meses por tímidos “me preocupo por ti” una vez que la pasión desenfrenada se había esfumado. Una de tales rutinas era la de preparar el café para el otro antes de que llegara a la casa.

            Uno de esos días Eduardo había llegado de tan buen humor que había tolerado el ruido del radio y la televisión unidos dando la misma mala noticia: la epidemia humana estaba arrasando con cuanta población se le pusiera enfrente, atrofiando los cuerpos hasta hacerlos inservibles e incapaces de seguir viviendo. Ah, y los perros habían aumentado de tamaño, al igual que las hormigas, mariposas y gorriones.

-¿Cómo estás?-preguntó con la misma voz sosegada que empleaba en sus juicios.

-Tengo miedo. Como todos los demás.

            Eduardo se había levantado de su silla aferrado a la taza de café:

-¿Tienes manchas púrpuras en los brazos?

-No, no, pero…he estado pensando que éste es el fin de nosotros.

-No te tragues esos cuentos de los supuestos videntes-agitó la manos sobre su cabeza-, o esos fanáticos religiosos que sólo pretenden asustar a la gente.

-Hoy hicieron una pregunta en el laboratorio, y me intrigó mucho.

-¿Qué dijeron?

-¿Por qué todos están evolucionando, menos nosotros?

            Eduardo torció el rostro y acarició su mejilla con ternura:

-Estefanía,  amor, tú no sabes cuál será el final de todo este proceso. Quizá la naturaleza, o los genes, o como quieras llamarlo, nos esté reservando la mejor parte de la evolución a nosotros.

            Ella se quiso tragar la tristeza de un sorbo, pero el desaliento volvió en forma de lágrimas a sus ojos:

-Tanta gente se está muriendo por culpa de esta epidemia, y nadie ha logrado encontrar cómo frenarla, o siquiera si es contagiosa o no-se mordió el pulgar, y prosiguió:-, y si vieras a las personas que están enfermas, el vacío en sus miradas, y cómo se endurecen sus cuerpos hasta quedar inservibles e incapaces de siquiera respirar…

            Eduardo le tomó el rostro entre las manos y murmuró:

-No los compadezcas, no tienes por qué. Ya son libres; somos nosotros los que seguimos encerrados en el cuerpo.

            Estefanía tomó las manos de su marido y las alejó de su rostro; Eduardo a menudo hacía eso: divagar entre sus propias creencias y pretender hacer discursos sobre la espiritualidad que a Estefanía nunca habían acabado por convencer.

            Y dado que a su esposa no le gustaba escuchar esas cosas, y que su padre le había enseñado que el matrimonio era un asunto de estira y afloje, Eduardo prefirió callarse sus conclusiones y continuar con otra cosa:

-Bueno, ah yo- Eduardo carraspeó-, tengo que irme a un juicio pero, creo que deberíamos armar un plan por si alguno de nosotros no puede volver.

-¿De qué hablas?

-Están diciendo que las autoridades aislarán a cualquiera que presente los síntomas de la epidemia, y francamente, lo creo. También dicen que no avisan a los familiares de esto ni les dicen dónde están sus seres queridos.

            Estefanía se aferró a la mano de su esposo.

-Entonces no salgas, no, no, no salgas.

-Tengo que, si no continuamos viviendo, ¿qué valor tendrá entonces que no estemos infectados? Pero si algo pasa amor, buscaré la manera de llamarte por teléfono y decir: “no me esperes a cenar”.

-¿”No me esperes a cenar”?

-Sé que suena estúpido, pero será como una clave. Significará que estoy infectado y que me tienen en aislamiento-le frotó los hombros para infundirle ánimo-. Pero no te preocupes, estoy seguro que no tendrás que llamarme y decirme eso.

-Mucho menos tú-respondió Estefanía-. Los chicos buenos como tú nunca mueren en las películas, y si lo hacen, es hasta el final, vestidos con una falda escocesa  y gritando “¡Libertad!” como en la película de Mel Gibson.

            Eduardo atesoró esa puntada graciosa como se atesora un atisbo de luz en la completa oscuridad. La besó en la punta de la nariz, y luego en el cuello, como hacía en los viejos tiempos. Luego salió de la casa cantando una canción. Sería  una de las últimas veces que Estefanía escucharía su voz. La penúltima fue cuando llamó a la medianoche de ese mismo día y dijo con voz seca:

-Estefanía, soy yo. No me esperes a cenar.

 

 

            La doctora se abrió paso por entre la maleza que cubría la entrada. Esa solía ser una bonita farmacia, cálida y con flores pintadas, del tipo que ya no existían en esos últimos años.

            Pero no más. Esos lugares ya estaban vacíos, apestaban a muerte lenta y a saberse perdidos en una evolución que no los incluía. Estefanía no se quebraba la cabeza: los edificios  cuyos dueños hubiesen muerto se volvían propiedad de los supervivientes de la epidemia. La anterior era la única cosa inteligente que le había escuchado decir al líder.




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