La villa de los Vitales se alzaba majestuosa sobre las colinas de la Toscana, bañada por la luz dorada del atardecer. Las vides perfectamente alineadas y los jardines meticulosamente cuidados reflejaban el poder y la riqueza de una familia que había moldeado su reputación con la precisión de un artista.
Los Vitales eran el ejemplo perfecto de éxito. Empresarios destacados, filántropos generosos, e íconos de la alta sociedad, su apellido era sinónimo de prestigio en Italia y el mundo entero. Las portadas de revistas los mostraron como la familia ideal: Giovanni Vitale, el patriarca, con su puerta imponente; Alessandra, la hija mayor, una empresaria feroz y visionaria; Lorenzo, el hijo menor, apuesto y carismático; y la matriarca Isabella, cuya elegancia eclipsaba a las estrellas de cine.
Pero la perfección era solo una máscara.
En un rincón oscuro de Florencia, lejos del glamour de los eventos benéficos y las entrevistas en televisión, un hombre respiraba con dificultad. Sus manos temblorosas sostenían una carpeta marrón mientras miraban hacia la entrada de un edificio desvencijado. Sabía que su tiempo se estaba acabando. Había desafiado al poder de los Vitales y, como muchos otros antes que él, estaba pagando el precio.
Con un último esfuerzo, empujó la carpeta bajo una puerta y se apartó, asegurándose de que nadie lo siguiera. Una motocicleta negra pasó a toda velocidad por la calle, y él supo que era el final.
Horas después, esa carpeta llegó al escritorio de Sofia Vidal.
La periodista no tenía idea de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. Al abrir ese paquete, no solo desenterraría los secretos más oscuros de los Vitales, sino que también pondría en peligro su propia vida. Porque en el mundo de los Vitales, nada ni nadie era intocable.
Había una razón por la que la gente susurraba sobre ellos, una razón por la que decían: “Lo que está quieto, se deja quieto”.
Sofia Vidal estaba a punto de descubrirlo, pero para entonces sería demasiado tarde.
Gairis Medina