En un rincón olvidado de la ciudad, dos almas errantes encontraron en el otro la calma que tanto habían buscado sin saberlo. Adler, un joven atrapado en su propio laberinto de pensamientos, se cruzó con Lana una tarde de noviembre. Ella estaba sentada junto al río, con la mirada perdida en el reflejo de las aguas. El sol de la tarde pintaba su silueta con una luz dorada que a él le pareció casi celestial.
No fue amor a primera vista, pero sí algo inexplicable lo empujó a acercarse. Lana estaba dibujando. Su cuaderno era un mosaico de paisajes rotos, cielos grises y ocasionales trazos de color que parecían rebelarse contra la tristeza. Adler, sin pensarlo demasiado, rompió el silencio:
—Parece que ese cielo podría mejorar con un poco de azul.
Lana lo miró, sorprendida por su audacia, pero luego le sonrió con una timidez que escondía historias no contadas. Desde ese momento, sus encuentros junto al río se volvieron constantes. Cada tarde compartían palabras, silencios y miradas. Lana era reservada, pero Adler, con su humor torpe y su calidez, logró derribar las paredes que ella había construido para protegerse.
Lana le contó de su pasado, de cómo había aprendido a soportar la soledad tras la pérdida de sus padres en un accidente automovilístico. También habló de cómo su corazón se había enfriado tras varias desilusiones amorosas. Adler escuchaba sin juzgar, algo que para ella era nuevo y reconfortante. Por su parte, él compartió sus luchas con la ansiedad y el peso de las expectativas que la vida y su familia habían puesto sobre sus hombros.
Una tarde, mientras contemplaban juntos el río, Lana confesó:
—A veces siento que estoy hecha de hielo. Las lágrimas y el frío me moldearon así. No sé si puedo ser diferente.
Adler tomó su mano, sintiéndola fría pero viva.
—Si el hielo puede derretirse, entonces también puede transformarse. Yo estaré aquí para ser tu abrigo.
Esa promesa, sencilla pero poderosa, marcó el inicio de algo más profundo. Adler se convirtió en el refugio de Lana, y ella, en su razón para seguir adelante. Pero no todo era perfecto. Ambos eran conscientes de sus fragilidades, y el miedo a perder lo que habían construido juntos a veces los acechaba.
Una noche, Adler tuvo una crisis de ansiedad. Lana, en lugar de alejarse, lo abrazó con fuerza y le susurró:
—No tienes que luchar solo. Estamos en esto juntos.
Poco a poco, sus heridas comenzaron a sanar. Lana volvió a llenar sus dibujos de colores vivos, y Adler empezó a encontrar belleza en las cosas simples de la vida. Sin embargo, como en toda historia de amor, también había sombras.
Una tarde de invierno, Lana recibió una noticia que cambiaría sus vidas. Había sido diagnosticada con una enfermedad degenerativa que, aunque no le quitaría la vida inmediatamente, limitaría sus movimientos con el tiempo. Cuando se lo contó a Adler, las lágrimas resbalaron por su rostro.
—No quiero ser una carga para ti. Tal vez sea mejor que sigas adelante sin mí.
Adler la miró con una determinación que nunca antes había mostrado.
—Eres mi cielo, Lana. Si alguna vez se hace gris, lo pintaré contigo. No importa cuán difícil sea, estaré a tu lado.
Desde ese momento, su amor se volvió más fuerte. Adler cuidaba de Lana con devoción, y ella, a pesar de sus limitaciones, seguía llenando su vida de luz y arte. Cada dibujo que creaba era un reflejo de su amor y su gratitud hacia él.
Pero la vida no siempre permite que los finales sean perfectos. Lana empeoró con el tiempo, y aunque su espíritu seguía siendo indomable, su cuerpo ya no podía seguir el ritmo. Una noche, mientras observaban juntos el cielo estrellado desde la cama, Lana tomó la mano de Adler y le dijo:
—Gracias por ser mi cometa, esa luz fugaz que iluminó mis días más oscuros. No temas lo que venga después. Nuestro amor siempre será infinito.
Cuando Lana partió, Adler sintió que el mundo se detenía. Sin embargo, también sintió una extraña paz. Lana había transformado su vida, y aunque ya no estuviera físicamente, su esencia seguía presente en cada dibujo, cada rincón del río y cada estrella en el cielo.
Adler siguió viviendo, llevando consigo las enseñanzas de Lana. En sus días más grises, recordaba sus palabras y encontraba fuerzas para pintar su propio cielo. Su amor, aunque marcado por la pérdida, se convirtió en un faro que guiaría su vida para siempre.
Y así, en los contrastes de la alegría y el dolor, el amor de Adler y Lana se convirtió en una historia eterna, un ejemplo de que incluso en la dualidad de dos destinos, el amor puede ser la fuerza más poderosa de todas.
Espero que les guste esta la historia de Adler & Lana.
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