La ciudad de noche era un mar de luces, reflejando la soledad que ambos llevaban consigo. En un pequeño apartamento en el centro, dos figuras se encontraron atrapadas en la misma habitación, aunque a kilómetros de distancia. Ella, de cabello oscuro y mirada distante, observaba la ciudad a través de la ventana. Él, sentado en la cama, no podía dejar de pensar en cómo todo había comenzado, cómo todo había comenzado a desmoronarse.
Ellos no eran un amor común, ni siquiera uno que pudiera entenderse fácilmente. Había algo en sus almas que se atraía, algo profundo y oscuro, como si ambos hubieran sido creados para perderse el uno al otro. A menudo pensaban que el amor era un sueño fugaz, algo que se consume demasiado rápido y deja una marca indeleble, una herida que no sana.
— ¿Alguna vez sientes que estamos atrapados? —preguntó ella, rompiendo el silencio con una voz que parecía llevar consigo todo el peso del mundo.
Él se giró hacia ella. Sus ojos, oscuros como la misma noche, la observaban con una mezcla de fascinación y tristeza. Sabía que la respuesta no era fácil, porque cada día juntos los hacía sentir más atrapados en una espiral que ni ellos comprendían completamente. Se sentían como si fueran dos personas que, aunque se amaban, sabían que no podían salvarse el uno al otro. Estaban destinados a caer.
—Sí —respondió él finalmente, su voz grave, casi como si estuviera hablando consigo mismo—. A veces siento que todo esto está hecho para que caigamos, pero es lo único que nos mantiene aquí. La caída es lo único que tenemos, lo único que nos da vida.
Ella cerró los ojos, como si esas palabras pudieran liberarla de algo. El aire en la habitación parecía cargarse con una electricidad densa, como si el peso de sus pensamientos se hubiera hecho tangible. El amor entre ellos era una lucha constante, como una batalla entre el deseo y el miedo, entre el placer y el dolor. A veces sentían que el otro era su salvación, y otras, que el otro era su perdición.
Hace meses, se conocieron por casualidad. Él estaba de paso por la ciudad, buscando una forma de escapar de su propia vida. Ella, con su alma rota y su corazón destrozado por amores pasados, decidió unirse a él. Las luces del club, el ruido de la música, los cuerpos bailando sin importar el mundo que los rodeaba. Todo estaba tan distante, tan ajeno a sus vidas. Hasta que sus miradas se cruzaron, y entonces apareció el abismo, tan cerca que era imposible ignorarlo.
La primera vez que se besaron, la ciudad desapareció. Solo quedaba el eco de sus respiraciones y el latido acelerado de sus corazones. Era como si todo lo que habían experimentado hasta ese momento fuera solo un preludio de lo que vendría después. Pero al mismo tiempo, sabían que algo oscuro los rodeaba, algo que no podía evitar, como si se estuvieran hundiendo en un océano de emociones que no podía comprender.
— ¿Recuerdas aquella noche? —le preguntó ella, su voz casi un susurro, como si temiera que el sonido pudiera romper la fragilidad del momento.
Él la miró, su mirada fija en ella, como si la estuviera viendo por primera vez. Recordaba cada detalle de esa noche, cómo la luz del club la hacía parecer etérea, como si fuera una visión creada solo para él. Pero en su mente, la imagen de ella siempre estaba acompañada por una sensación de vacío, algo que no podía describir, algo que nunca podría llenar.
—Lo recuerdo. Cada segundo —respondió él—. Pero no sé si esa noche nos unió o nos condenó. A veces siento que nuestro amor es como una hermosa melodía, pero disonante, como si todo en nosotros fuera demasiado intensamente hermoso para durar.
Ella lo miró fijamente, buscando una respuesta en sus ojos, pero encontró solo el reflejo de la misma tristeza que sentía en su pecho. No era un amor fácil, no era el tipo de amor que cualquiera podría entender. Era una danza constante entre la necesidad y la distancia, el deseo y el sufrimiento.
Ambos sabían que la relación estaba llegando a su fin, que tarde o temprano algo tendría que ceder. Las noches que pasaban juntos se volvieron más frías, como si el calor de su amor se hubiera ido desvaneciendo, reemplazado por un vacío imposible de ignorar. Pero ni él ni ella podía soltarse. Habían creado un lazo tan fuerte entre ellos, aunque destructivo, que romperlo se sintió como un suicidio emocional.
—Creo que no podemos salvarnos el uno al otro —dijo ella finalmente, su voz quebrada, pero firme.
Él se levantó lentamente, acercándose a ella con pasos suaves, casi como si temiera romper la fragilidad de su presencia. Tocó su rostro, sus dedos rozando suavemente su piel. Era un gesto lleno de ternura, pero también de despedida, como si él supiera que lo que quedaba entre ellos era solo la sombra de lo que alguna vez fue.
—Tal vez nunca debimos intentar salvarnos —respondió él, sus palabras arrastrando una melancolía profunda—. Tal vez el abismo es lo que somos. No podemos escapar de él, pero siempre volvemos. Siempre.
La habitación se sumió en un silencio pesado, como si las palabras que habían intercambiado no fueran suficientes para llenar el vacío que los rodeaba. Se miraron, dos almas perdidas que sabían que su amor era tanto lo que los mantenía vivos como lo que los destruiría. Y, en ese momento, comprendieron que, aunque no podían escapar del abismo, siempre se encontrarían al borde, listos para caer.
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