La tormenta rugía fuera de la casa, con el viento azotando las ventanas como si quisiera entrar a reclamar algo perdido. Eva estaba sola en la cabaña frente al mar, mirando cómo las olas se desmoronaban contra las rocas. Había sido un año de huir, de escapar de decisiones y corazones rotos, pero nada parecía ser suficiente para apagar el fuego en su interior.
Entonces llegó él.
No fue planeado, como casi todo lo que los unía. Gabriel apareció en el umbral, empapado y temblando.
—Tu coche no está — dijo a modo de explicación. —Necesitaba un lugar donde esperar a que pase la tormenta.
El simple hecho de verlo allí hizo que su corazón se agitara. No habían hablado en meses, desde la última pelea que los dejó divididos, como dos mitades de un mapa que ya no coincidían. Pero él estaba allí ahora, y Eva no tenía fuerzas para decirle que se fuera.
Entró sin esperar una respuesta, sacudiendo la lluvia de su chaqueta. Sus ojos, siempre oscuros y llenos de secretos, buscaron los de ella.
—¿Qué haces aquí?— logró preguntar Eva, aunque la respuesta no le importaba realmente.
—Te buscaba—, respondió él, pero ambos sabían que no era cierto. Gabriel nunca buscaba nada; solo seguía los impulsos que lo guiaban como un fuego fatuo, llevándolo a lugares que siempre terminaban en cenizas.
La tensión en el aire era tan densa como la humedad de la tormenta. Había palabras no dichas entre ellos, y Eva sabía que abrir la boca sería como encender una cerilla en medio de un campo seco.
—¿Quieres algo caliente?—preguntó finalmente, intentando evitar el abismo que se abría con cada segundo de silencio.
—Por favor—, respondió él, pero lo dijo como si estuviera pidiendo mucho más que una taza de té.
Se movieron por la pequeña cocina como dos planetas que orbitan cerca, sintiendo la gravedad del otro pero sin tocarse. Cuando la taza estuvo lista, Gabriel la sostuvo entre sus manos como si fuera un ancla.
—Lo siento—, dijo de repente, su voz apenas un susurro.
Eva levantó la vista, sorprendida. No esperaba eso. No de él.
—¿Por qué?— preguntó, aunque no estaba segura de querer la respuesta.
—Por todo—, respondió Gabriel. —Por herirte. Por desaparecer. Por regresar.
Ella quiso decirle que no necesitaba disculparse, que el daño ya estaba hecho, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. En su lugar, se acercó a la ventana, mirando el caos de la tormenta.
—Siempre regresas—, dijo finalmente.
Gabriel dejó la taza sobre la mesa y se acercó a ella. Su presencia era como un imán, atrayéndola y repeliéndola al mismo tiempo.
—No puedo evitarlo—, confesó, con una sinceridad que rara vez mostraba.
—Eso es lo que me duele—, respondió Eva, girándose para mirarlo. —Que siempre regresas, pero nunca te quedas.
Él no tenía una respuesta. ¿Cómo podría? No podía prometer algo que no sabía si podía cumplir.
El silencio volvió a caer entre ellos, pero esta vez estaba cargado de algo diferente. No era tensión; era un reconocimiento, una aceptación de lo inevitable. Gabriel dio un paso más cerca, hasta que Eva pudo sentir el calor de su cuerpo, el olor a lluvia que aún llevaba consigo.
—Esto es un juego cruel—, dijo ella, con la voz temblorosa. —Un juego que ninguno de los dos sabe cómo ganar.
—Tal vez no se trata de ganar—, respondió él, antes de inclinarse hacia ella.
El beso fue como la tormenta: salvaje, imparable, lleno de energía contenida durante demasiado tiempo. Era un beso que hablaba de todo lo que no podían decir con palabras, de las heridas, las esperanzas, y el amor que siempre parecía estar al borde del abismo.
Pero incluso mientras se entregaban a ese momento, Eva sabía la verdad: Gabriel era como la tormenta. No podía quedarse. Su naturaleza era moverse, destruir, y luego desaparecer.
Cuando finalmente se separaron, ella lo miró a los ojos y vio la verdad reflejada en ellos.
—Te amo—, dijo él, con una honestidad que dolía más que cualquier mentira.
—Y eso es lo que lo hace tan difícil—, respondió ella, dejando que una lágrima rodara por su mejilla.
Esa noche no hablaron más. Se dejaron llevar por el momento, aferrándose a algo que ambos sabían que era efímero. La tormenta arreciaba afuera, pero en la cabaña todo era calma, una calma rota solo por los suspiros compartidos y las caricias que prometían lo que las palabras no podían.
Al amanecer, cuando el viento finalmente cesó y el mar se volvió un espejo tranquilo, Eva despertó sola. La cama a su lado estaba vacía, pero el olor de Gabriel aún permanecía. En la mesa, junto a la taza de té ahora fría, había una nota.
—Lo siento—, decía simplemente.
Eva la sostuvo entre sus manos, dejando que las lágrimas cayeran sin contención. Sabía que era lo único que él podía ofrecerle. Sabía que había amado a alguien que nunca podría quedarse. Pero también sabía que, a pesar del dolor, no cambiaría nada.
El amor era un juego imposible, y ella había elegido jugarlo. A pesar de las reglas injustas, de las piezas perdidas y de la certeza de perder, había algo hermoso en haber compartido siquiera un instante de ese amor.
La tormenta había pasado, pero dentro de Eva, el eco de esa noche continuaría por siempre.
Eva & Gabriel