Love In Two Destinies

CAPÍTULO X: Ecos de un beso

En el corazón de una ciudad que nunca dormía, Daniel vagaba entre luces de neón y sombras alargadas. Su guitarra colgaba de su hombro como un recuerdo constante de los días en que la música lo definía. Desde que ella se había ido, cada nota que tocaba era una herida abierta, un eco de lo que habían compartido.

Ella. Luna.

Había llegado a su vida como un torbellino. Una mujer de ojos que contenían galaxias y una sonrisa que podía desarmar al más cínico. Luna vivía en un mundo propio, uno lleno de sueños surrealistas y colores que parecían no existir en esta dimensión. Para Daniel, ella era un misterio envuelto en risas inesperadas y silencios profundos.

La primera vez que se vieron fue en un bar pequeño, donde Daniel tocaba su guitarra frente a una audiencia indiferente. Luna llegó tarde, pero su presencia cambió la atmósfera de inmediato. Se sentó al frente, con una copa de vino tinto en la mano, y lo miró como si estuviera descifrando un código secreto.

Cuando terminó de tocar, ella se le acercó y le dijo —Tu música suena como si quisieras hablar con las estrellas.

Él rió, algo desconcertado.

—Tal vez lo hago. Pero las estrellas no contestan.

—A veces lo hacen —respondió ella, y le dejó una servilleta con su número de teléfono.

Esa noche marcó el comienzo de algo que Daniel nunca pudo definir del todo. Luna no era como nadie más. Era impredecible, intensa y apasionada. Había días en que desaparecía sin avisar, solo para regresar con historias imposibles sobre viajes a lugares que parecían salidos de sueños.

—¿De verdad fuiste a un lago en el desierto que cambia de color? —preguntaba él incrédulo.

—¿Por qué no creerías que es posible? —respondía ella con una sonrisa enigmática.

Daniel aprendió a no cuestionarla. Todo lo que hacía Luna tenía un aire mágico, como si existiera en una dimensión distinta, una que a veces le permitía visitarlo.

Juntos escribieron canciones que capturaban esa magia. Pasaban noches enteras tocando la guitarra bajo las estrellas, mientras ella improvisaba letras que hablaban de un amor eterno, de labios que buscaban consuelo en el otro y de almas destinadas a encontrarse una y otra vez.

Sin embargo, la intensidad de Luna también traía sombras. Había momentos en los que parecía atrapada en sus propios pensamientos, como si peleara contra algo que no podía explicar. Daniel la amaba más que a nada, pero no sabía cómo ayudarla.

Una noche, mientras caminaban por la playa, ella se detuvo de repente y lo miró fijamente.

—¿Crees que hay algo más allá de esto? Más allá de nosotros, de este momento.

Daniel frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—No sé. —Ella suspiró, y su voz se quebró. —A veces siento que soy solo un fragmento, una parte de algo que nunca estará completo.

Él tomó su mano y la apretó con fuerza.

—No estás sola, Luna. Somos más que fragmentos.

Ella no respondió, pero esa noche lloró en sus brazos hasta quedarse dormida.

Las cosas comenzaron a cambiar después de eso. Luna se volvía más distante, más etérea. Sus desapariciones eran más frecuentes, y aunque Daniel intentaba no presionarla, no podía evitar sentir que algo se rompía entre ellos.

Hasta la noche en que ella se fue.

Todo lo que dejó fue una nota escrita a mano: "No busques explicaciones, Daniel. Algunas almas están destinadas a vagar. Pero nunca dejes de cantar por mí". En la esquina de la nota había un beso marcado con lápiz labial, como un último rastro de su presencia.

Daniel pasó semanas intentando entender lo que había ocurrido. Tocaba su guitarra en los bares donde solían ir juntos, con la esperanza de que ella lo escuchara en algún lugar. Cada canción era un grito silencioso, un intento de traerla de vuelta.

Una noche, en un bar pequeño y casi vacío, mientras tocaba una de sus canciones favoritas, la vio. Luna estaba sentada en un rincón oscuro, sus ojos brillando como si contuvieran todos los secretos del universo.

Él dejó de tocar de inmediato y corrió hacia ella, pero cuando llegó al lugar donde estaba, solo encontró su copa vacía. Desesperado, salió del bar y la encontró en un callejón cercano, mirándolo con una mezcla de amor y tristeza.

—Luna, por favor... —comenzó él, pero ella levantó una mano para detenerlo.

—No puedo quedarme, Daniel.

—¿Por qué? —su voz era un susurro cargado de dolor.

—Porque soy como los labios rotos de tu canción —dijo ella, con lágrimas en los ojos—. No puedo ofrecerte nada más que pedazos.

Daniel intentó acercarse, pero ella dio un paso atrás, como si una fuerza invisible la mantuviera alejada.

—Nosotros existimos en cada canción que cantas, en cada acorde que tocas. Pero yo... soy el viento, y el viento no pertenece a ningún lugar.

Antes de que pudiera responder, ella lo besó. Fue un beso desesperado, lleno de todo lo que nunca se dijeron. Cuando se separaron, Daniel sabía que era un adiós.

Luna desapareció esa noche, y Daniel nunca volvió a verla. Sin embargo, cada vez que tocaba su guitarra, sentía su presencia. Era como si el viento trajera su risa y su amor de vuelta, aunque solo fuera por un momento.

Con el tiempo, escribió su última canción para ella, una que hablaba de labios rotos, de un amor que trasciende el tiempo y el espacio, de una mujer que era más que un sueño y menos que una realidad.

Y mientras tocaba esa canción en un rincón oscuro de un bar, juraba que podía escuchar la voz de Luna susurrándole entre las notas:
—No dejes de cantar por mí.

Luna & Daniel




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