Lÿraeth, en su vasto y sombrío esplendor, se extendía a través de tierras marcadas por la guerra y la escisión. Las cicatrices del pasado cubrían su geografía, ríos contaminados por la sangre de dioses y clanes, montañas arrasadas por el fuego y la lava, y bosques mutilados por el afán de poder. Aún así, en este mundo dividido, una chispa de esperanza surgía en el corazón de lo desconocido
La noche se extendía como un manto oscuro, frío y sin estrellas, sobre las lejanas Montañas del Alba Radiante. El aire, cargado de una energía etérea, parecía susurrar un mensaje místico que solo los más sensibles podían oír. Era una noche especial, una de esas noches en las que el equilibrio se rompía, y una presencia desconocida nacería.
En una caverna oculta entre los picos nevados, la calma se rompía con un sonido suave, el susurro de algo recién nacido. Sobre un lecho de cristal y nieve, una figura apareció envuelta en luz. La energía que irradiaba su cuerpo era intensa, casi palpable, como si todo el mundo hubiese reunido sus fuerzas para dar vida a una criatura más allá del entendimiento.
—¿Quién… quién eres? —susurró una voz débil, como si el eco de los dioses mismos reverberara en cada palabra.
Mirna Asterion, la Primogénita de Lÿraeth, había llegado. Nacida de una fusión única de todas las energías dispersas en el mundo, su esencia era la suma de la luz, la oscuridad, el agua, el fuego, el aire, la tierra, el equilibrio y la sangre. No había precedentes en la historia de Lÿraeth, y su llegada marcaba un cambio que nadie anticipaba.
La caverna, antes vacía y olvidada, se llenó de luz. Las paredes de cristal que la rodeaban reflejaban los colores de cada clan, uniendo las fuerzas de Blau, Rot, Grün, Tunich, Holkan y los demás en una sinfonía de energía pura. La propia Mirna, envuelta en un resplandor inusitado, abrió los ojos, revelando una mirada serena y sabia más allá de cualquier edad.
—Soy Mirna Asterion —dijo, con una voz que resonó como el eco de un antiguo poder—. Hija de todas las energías de Lÿraeth. He llegado para cumplir un destino desconocido. Los clanes han peleado entre sí por demasiado tiempo, pero este mundo clama por algo más. Paz, unidad... es hora de sanar.
En la penumbra, una silueta apareció. Era un hombre, en su juventud, con el cabello oscuro como el fuego y los ojos intensos como el océano en tormenta. Se acercó lentamente, la expresión en su rostro mezclaba confusión y asombro.
—¿Qué significa esto? —preguntó el hombre con un tono temeroso, pero también curioso.
Mirna lo observó detenidamente, percibiendo en él una chispa de sabiduría oculta, una fortaleza que resonaba con las energías de la tierra y el agua. Su aura era intensa, una mezcla de calma y fuerza.
—Te llamas Eryon Dälis, del clan Blau —respondió Mirna, como si ya conociera su historia—. Eres el primero en darme la bienvenida. Tu calma será necesaria en los tiempos que vienen.
Eryon parpadeó, sorprendido por su capacidad para saber tanto sobre él sin conocerlo. Sin embargo, algo en su corazón resonó con las palabras de la extraña Primogénita. Un pensamiento cruzó su mente: tal vez había una razón por la que ella había nacido.
—¿Por qué has venido? —insistió, su voz firme pero suave.
Mirna cerró los ojos por un instante, como si escuchara el eco de una fuerza antigua y poderosa.
—He nacido para unir lo que está dividido —contestó, su voz resonando con un poder que parecía ser más que humano—. Los clanes han olvidado su propósito original. En vez de construir un mundo mejor, luchan por dominarlo. Los dioses han abandonado Lÿraeth, y ahora depende de nosotros, los Primogénitos, traer el equilibrio de vuelta.
Eryon miró alrededor, viendo los reflejos de su clan en el cristal, y se preguntó si su pueblo, con su conexión con el mar y la calma, podría realmente ser parte de algo mayor. En su interior, la semilla de la esperanza crecía, aunque el miedo y la incertidumbre aún persistían.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó, aunque ya intuía que el destino había tocado su puerta.
Mirna extendió una mano, tocando el aire como si pudiera sentir los murmullos del mundo. La energía misma parecía suspirar bajo su toque, como si la realidad temiera su presencia. Era como si todo Lÿraeth estuviera esperando su señal.
—Juntos —susurró con determinación—. Los clanes deben aprender a coexistir. La guerra no puede ser el camino. El equilibrio ha sido quebrado, y solo al unirse podrán sanar las heridas que han causado.
Eryon sintió en su interior la verdad de esas palabras. No podía evitarlo; algo en su ser se alineaba con aquella misión. El destino de Lÿraeth no estaba aún escrito, pero una chispa de esperanza comenzaba a encenderse en los corazones de los Primogénitos. La llegada de Mirna Asterion no era una simple casualidad; era el principio de un cambio necesario.
Mirna, con la firmeza de quien conoce su propósito, se levantó y miró hacia el horizonte, más allá de las montañas y los océanos. Un futuro incierto aguardaba, pero no estaba sola. Eryon Dälis, junto con otros Primogénitos, serían los primeros en responder al llamado de unidad.
—Es hora de que los clanes escuchen —dijo, su voz resonando con un poder que no podía ser ignorado—. La guerra ha terminado. Ha llegado el tiempo de la esperanza.
En ese momento, Lÿraeth comenzaba a prepararse para una nueva era, una en la que el destino de sus habitantes no estaría ya marcado por el odio, sino por el sacrificio y la reconciliación.
Editado: 23.01.2025