Nueva York, 1926
La mañana llegó sin pedir permiso, empujando la oscuridad con un sol cínico, como si nada hubiera pasado la noche anterior. Pero en el corazón del Upper East Side, en una mansión tan silenciosa como un museo, Nathaniel Whitmore no encontraba paz. No había dormido. Seguía de pie frente a la chimenea de mármol blanco del salón principal, con el broche dorado en la mano, el que Evelyn había dejado sobre la mesa del Velvet Swan cuando se la llevaron. Su mente repasaba una y otra vez la escena, buscando una salida que no existía.
—Estás haciendo el ridículo, Nathaniel —la voz grave de su padre retumbó en la sala como una sentencia.
El senador Henry Whitmore, patriarca de los Whitmore, era un hombre de hombros cuadrados, mirada helada y voz entrenada para dictar órdenes. Vestido con su habitual traje de tres piezas y corbata conservadora, estaba sentado con una copa de coñac, observando a su hijo con una mezcla de decepción y autoridad.
—No voy a permitir que destruyas el legado de esta familia por una... cantante de bar —continuó con desprecio.
Nathaniel alzó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos, pero firmes.
—No es una cantante de bar. Es mejor que cualquiera en este maldito salón de mármol. Tiene más valor que todos nuestros invitados de gala y más alma que cien reuniones del Senado.
El senador chasqueó la lengua con paciencia fingida.
—Ya hablaremos de alma cuando pierdas tu asiento en la junta bancaria. O cuando la prensa descubra que el prometido de Margaret Stanford anda revolcándose con una flapper de poca reputación.
—¡No estoy comprometido con Margaret!
—¡Estás prometido con el futuro de esta familia, Nathaniel! Con el apellido. Con el respeto. Y con el poder que tanto nos ha costado construir.
—¡Y yo estoy harto de esa jaula disfrazada de cuna de oro!
El silencio fue inmediato. Denso. Brutal.
Nathaniel respiró hondo. Luego se acercó al escritorio, sacó una carpeta de cuero y la lanzó sobre la mesa.
—Ahí están los nombres. Los contactos. Voy a sacarla de la cárcel con o sin tu ayuda. Pero si me pones un obstáculo, lo destruiré. No me importa renunciar a mi parte de la herencia. Solo necesito una llamada. Una orden. Tú puedes hacerlo.
Henry Whitmore se levantó, caminó lentamente hacia él y lo miró de frente. Por primera vez, su tono se volvió más peligroso que enojado.
—Puedo sacarla, sí. Puedo hacer que los cargos desaparezcan y que nadie vuelva a hablar de ella. Pero a cambio... renunciarás a verla de nuevo. Ella se irá de la ciudad. Esta noche. Para siempre. Si accedes, no destruiré tu carrera. No le haré daño a ella. Es tu decisión, hijo.
Mientras tanto, en una celda de la comisaría del distrito 9, Evelyn Dubois se sentaba con la espalda recta, el maquillaje corrido y las medias desgarradas. Aun así, mantenía la mirada altiva. Como si el barro no pudiera tocarla.
—Tienes visita —dijo el guardia.
La puerta chirrió y entró una figura inesperada. Margaret Stanford. Alta, rubia, elegante como una revista de sociedad. Sostenía un abrigo de piel blanca, pero no lo llevaba puesto. La miró con desprecio, aunque sin gritar. Tenía el tipo de frialdad que dolía más que un insulto.
—Pensaste que podías quedarte con él. Lo miras con esos ojos de club de mala muerte y crees que lo conoces. Pero Nathaniel no es de tu mundo. Nunca lo fue.
—¿Entonces por qué estás aquí, Margaret? —respondió Evelyn, serena—. ¿Por qué bajaste de tu torre para ver de cerca a la mujer que sí le hacía temblar la voz?
Margaret apretó la mandíbula, pero no respondió. Dejó sobre la mesa una hoja con un pasaje de tren y una dirección en Chicago.
—Mañana a las ocho. Si no subes a ese tren, tu pianista perderá su licencia, tu club será cerrado y tú volverás aquí... o peor. Mi familia no juega limpio. Vete. Sálvalo a él. Porque si te quedas, lo hundirás.
Esa noche, Evelyn fue liberada. Nadie supo cómo. Ni con qué hilos. Solo que salió caminando con la misma dignidad con la que cantaba. Al día siguiente, Nathaniel llegó al Velvet Swan. Corrió al camerino. Estaba vacío. Sobre la silla, solo encontró el broche que él había dejado en su bolsillo, envuelto en una nota escrita con lápiz labial:
“Amarte fue libertad. Perderte... mi castigo por atreverme. No me busques. Si nos volvemos a encontrar, que sea donde el amor no tenga dueño.”
—E.
Nathaniel cayó de rodillas. Y el jazz, en algún lugar lejano, seguía sonando como si la ciudad no supiera que acababa de perder algo irremplazable.